e cumplieron ayer 18 años de la masacre de Acteal, en la que 45 personas –hombres, niños y mujeres, varias de ellas embarazadas– fueron asesinadas por grupos paramilitares en el marco de la estrategia contrainsurgente aplicada por el gobierno de Ernesto Zedillo en Chiapas en contra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Ninguno de los responsables políticos e intelectuales de esa atrocidad ha sido sometido a juicio y los asesinos materiales que llegaron a pisar la cárcel –más de una cincuentena– fueron liberados en su totalidad mediante sucesivos fallos de la Suprema Corte de Justicia. A petición de las autoridades mexicanas el gobierno estadunidense concedió inmunidad al propio Zedillo; Emilio Chuayfett, por entonces secretario de Gobernación, fue premiado posteriormente con otros cargos políticos; Jorge Madrazo Cuéllar, quien fungía como titular de la Procuraduría General de la República y encabezó una investigación torcida desde el inicio –la que posteriormente habría de servir como pretexto para excarcelar a los perpetradores de la masacre– nunca rindió cuentas ante la justicia, y lo mismo ocurrió con los mandos militares y con los jefes políticos y policiales de Chiapas que, al menos por omisión, debieron ser investigados.
La barbarie de Acteal es, pues, un hito importante en la conformación de la impunidad generalizada que afecta al país, en el empantanamiento de las instituciones encargadas de procurar e impartir justicia y en el avance general a la violencia descontrolada que hoy se vive. Ciertamente, los sexenios de Salinas y Zedillo fueron pródigos en violencia política. En el primero fueron asesinados cientos de opositores perredistas, además de dos cuadros priístas de primer orden. En el segundo, además de las muertes de media docena de altos funcionarios –que oficialmente fueron clasificadas como suicidios
– proliferaron masacres rurales como la de Aguas Blancas y El Charco, en Guerrero, y las de El Bosque y Acteal, en Chiapas, con el sello característico de las acciones represivas de contrainsurgencia. Por lo demás, en esos dos sexenios, en los cuales se impuso en México el neoliberalismo desembozado, arrancó un nuevo tipo de violencia masiva: la de los feminicidios, que empezaron en Ciudad Juárez y se han ido generalizando, en años posteriores, a otras entidades del país, con particular intensidad en el estado de México.
Esas violencias de distinto signo no se detuvieron durante la presidencia de Vicente Fox; por el contrario, se acentuaron. Baste con recordar los cruentos episodios de represión protagonizados por la entonces Policía Federal Preventiva y por corporaciones estatales en Lázaro Cárdenas, Michoacán, y en San Salvador Atenco, estado de México, así como los asesinatos de militantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) durante el gobierno de Ulises Ruiz, que culminaron con el aplastamiento de las movilizaciones de esa coalición de organizaciones en las postrimerías del régimen foxista.
Lo que vino después fue un desastroso salto cualitativo en el ya característico desprecio oficial hacia la vida humana. El sexenio de Felipe Calderón fue un baño de sangre, alentado desde el propio gobierno, en el que murieron cerca de 100 mil personas, más de 20 mil fueron víctimas de desaparición, las cárceles del país se colmaron por igual de culpables que de inocentes, regiones enteras escaparon al control de las fuerzas gubernamentales, la descomposición institucional llegó a grados catastróficos y las organizaciones delictivas lograron un poder económico y militar sin parangón hasta entonces.
Sin plantearse un deslinde claro con respecto a la estrategia de seguridad
seguida por sus antecesores, el actual gobierno no ha sido capaz de detener la violencia delictiva más allá del ámbito mediático; en cambio, su característica inaugural ha sido la de fortalecer tendencias represivas en contra de las movilizaciones populares. Masacres como las de Tlatlaya, Apatzingán y Tanhuato, y atrocidades como la perpetrada en Iguala el 26 de septiembre del año pasado en contra de estudiantes normalistas de Ayotzinapa y de otras personas de la localidad, tienen lugar sin que las autoridades puedan o quieran impedirlas y en diversas regiones del país predomina entre la población una sensación de desamparo casi absoluto ante la delincuencia y de exasperación por los excesos policiales gubernamentales.
En tales circunstancias, Acteal no puede ser un mero dato en la memoria. Por el contrario, sigue siendo un episodio dolorosamente actual y engarzado en el presente y ha de admitirse que en los 18 años transcurridos desde entonces los términos de la impunidad, el encubrimiento y la injusticia no han cambiado: sólo han empeorado.