i texto anterior contiene un error y agradezco que el director del Museo Nacional de Arte (Munal), Agustín Arteaga, me lo haya hecho notar en un correo privado en el que agradece el comentario sobre la exposición Los modernos. No hay mejor cosa que, si uno se equivoca, situación perfectamente posible e inherente a toda la humanidad, se lo hagan notar a tiempo.
Mi predilección por la figura y los hechos de Gino Severini, uno de los principales representantes del futurismo, además de autor de un libro que he buscado incesantemente sin poderlo conseguir: Du cubisme au Clasicisme, redundó una admiración no moderada y sobre todo en una falla de atención casi imperdonable que me hizo atribuir al acervo del Munal una pintura que proviene del Centro Georges Pompidou, misma que además comenté como ejemplo del retorno al orden
, es decir, a una figuración clasicista (lo cual por lo menos no es tan errático).
Se trata del retrato de la mujer y la hija de Severini. Por el interés que suscita ese retrato doble voy a describirlo. Los rostros son tan parecidos entre sí que por lo menos de entrada tuve dificultad en identificar a la mujer mayor, cosa que señaló Alfredo Bante, estudiante de física que miraba junto a mí ese cuadro. Lo más significativo de esta representación es que la madre, de ojos mayormente melancólicos y caídos que los de la hija, sostiene en su mano visible un libro abierto, pero como lo vemos de cabeza no podemos saber bien lo que los renglones visibles transmiten. La hija sostiene en la mano izquierda, adornada con una ceñida pulsera, un pichón que parece ser artesanal. El fondo es neutro, no ofrece datos sobre el ambiente en el que fueron captadas ambas mujeres, pero puede deducirse dadas sus posturas, sus respectivos ropajes que no son domésticos sino urbanos y de moda, sus peinados casi iguales con partido en medio y pelo recogido tras las orejas, cosa que acentúa aún más el parecido, que previamente a la pose se vistieron y se alhajaron para ser retratadas por el jefe de la familia y que ambas estimaban en mucho que sus apariencias pervivieran y eso precisamente es lo que sucede.
Sus efigies viven en quien las percibe. Incluso hay la evidencia de una relación afectiva confortable y positiva entre ellas, la hija tiende el brazo derecho, no visible sobre la espalda de su madre que está sentada y la mano reposa suavemente en su hombro, una mano afilada, con los dedos perfectamente delineados, se aprecia el énfasis que puso Severini en la representación de las manos y la posición de los dedos.
El cuadro está fechado 1934-35 y las figuras se antojan a escala natural, como las vio el pintor cuyo caballete está relativamente cerca de ellas, aunque bien puede ser que también las haya fotografiado en esa fecha temprana de la historia de la fotografía, cuya patente y difusión data de 1938 (aunque se sabe que hubo varias patentes).
Los ornatos femeninos que portan ambas damas, pendantif, sostenido con una cadena en el caso de la hija, sartas de perlas prolongadas en tira de seda por lo que respecta a la madre, dan idea de una posición económica confortable y de que ambas mujeres gozan de ciertos lujos. La madre luce aretes largos que dulcifican en cierta medida su expresión melancólica, la hija en cambio parece tener las pestañas retocadas con rímel. Eso se ve claramente en el cuadro, no es invento mío.
La compaginación museográfica con las dos niñas de Alfredo Zalce me parece acertada en el sentido en que las dos figuras, una sentada y la otra parada, tienen también idéntica fisonomía, aunque el vestuario y los sombreros en campana sean del mismo color y corte. Ellas son obviamente hermanas.
El cuadro de Emiliano di Cavalcanti es el que permaneció ignorado en cuanto a identidad de autor, y es uno de los varios retratos que se le hicieron a María Asúnsolo. Está firmado y fechado en México, 1942. Es completamente distinto en intención y en factura a los que le hicieron otros pintores, señaladamente Siqueiros, pero no sólo él, también Rivera, Soriano y Anguiano, entre varios. Tiene el interés de que la modelo está representada en la tela cinco veces, como en un juego de espejos no totalmente discernible. Sus facciones esquematizadas son reconocibles a pesar de que se trata de una figuración poscubista que no debe haber agradado en demasía a la bella modelo. Ella está sentada en el suelo; las piernas abiertas, visibles desde las rodillas, emergen de un amplio vestido y aunque no hay dejo de impropiedad o falta de decoro, sí se ve que no son unas piernas bellas ni largas, además de que los zapatos rojos son toscos.
Los demás cuadros con María Asúnsolo como modelo son anteriores, por lo que es posible deducir que el pintor brasileño (1897-1976) estaba en México quizás de paso para Europa en ese tiempo. Fue amigo de Diego Rivera y de Siqueiros y participó en la famosa Semana de Arte en São Paulo, en 1922. El grueso de su producción se encuentra en el Museo de São Paulo y ha sido biografiado, entre otros, por la eminente especialista Aracy Amaral. Es un retrato muy moderno
en verdad.
Si uno comete un error es positivo intentar rectificarlo, si eso se logra o no queda en segundo plano, el intento mismo puede conllevar más errores. Eso resulta interesante de cotejar para posibles visitantes a los últimos días de exhibición de esta muestra.