Jueves 31 de marzo de 2016, p. 4
Supe por el periódico que el elefante de la ciudad había desaparecido de su recinto. El despertador había sonado a las 6:13 de la mañana, como todos los días. Fui a la cocina para preparar café, hice unas tostadas, sintonicé una emisora FM en la radio y extendí el periódico de la mañana sobre la mesa mientras me comía la tostada. Acostumbro a leer el periódico desde la primera página, por lo que tardé un tiempo considerable en llegar a la noticia del elefante. La primera página publicaba un artículo sobre las tensiones comerciales con Estados Unidos, luego había otros sobre la SDI, sobre política nacional, internacional, economía, una tribuna libre, una crítica literaria, varios anuncios de agencias inmobiliarias, titulares de deportes y, en un rincón, una llamada a las noticias locales.
El artículo sobre la desaparición del elefante abría la sección local: ELEFANTE DESAPARECIDO EN UN DISTRITO DE TOKIO, decía. Más abajo, el subtítulo, en un cuerpo más pequeño, continuaba: Se extiende la inquietud entre los ciudadanos, que exigen responsabilidades
. Publicaba una foto en la que se veía a un grupo de policías investigando dentro del recinto del elefante. Sin su ocupante, la imagen de la jaula resultaba poco natural, como un gigante disecado al que le hubieran quitado los intestinos.
Sacudí las migas de pan que habían caído encima del periódico y leí atentamente el artículo. Al parecer, la gente había notado su ausencia el 18 de mayo, es decir, el día antes, sobre las dos de la tarde. El encargado de suministrar la comida llegó con el camión, como de costumbre, y se dio cuenta de que el recinto estaba vacío. (La dieta principal del animal eran los restos de la comida de los niños de un colegio público de los alrededores.) Los grilletes de hierro de sus patas tenían la llave puesta, como si él mismo se los hubiera quitado. No sólo había desaparecido él, también su cuidador.
Según el artículo, la última vez que los habían visto fue el día antes (el 17 de mayo), pasadas las cinco de la tarde. Había ido un grupo de cinco niños del colegio a dibujar el elefante y se marcharon a esa hora. Fueron los últimos en verlo a él y al cuidador. Nadie más los vio después. El personal del zoo cerró el acceso al recinto a las seis y ya no entró nadie más.
Nadie observó nada anormal, ni en el elefante ni en su cuidador. Al menos eso dijeron los niños. El elefante estaba en mitad del recinto tan tranquilo como de costumbre. De vez en cuando balanceaba la trompa a izquierda y derecha y entornaba sus ojos rodeados de arrugas. Estaba tan viejo que le costaba moverse, y quienes lo veían por primera vez sentían que en cualquier momento podía derrumbarse, dejar de respirar.
Si lo habían acogido allí era, precisamente, por su avanzada edad. Cuando el zoo de las afueras tuvo que cerrar por problemas económicos, distribuyeron a los animales en otros zoológicos del país gracias a la mediación de un hombre que se dedicaba a importar animales salvajes. Pero ese elefante en concreto era tan anciano que nadie lo quería. Todo el mundo tenía su elefante y nadie disponía de recursos suficientes para hacerse cargo de un ejemplar que podía morir en cualquier momento de un ataque al corazón. Así las cosas, el animal se quedó solo en aquel lugar arruinado cerca de cuatro meses sin hacer nada, aunque tampoco antes hacía gran cosa.
Tanto para el zoológico como para el distrito, la situación se convirtió en un quebradero de cabeza. El zoo ya había vendido el suelo a un promotor inmobiliario que tenía previsto construir bloques de pisos y contaba con la autorización pertinente. Cuanto más se prolongaba el problema del elefante, más intereses debía pagar el zoo sin poder hacer nada para remediar la situación. Tampoco podía matarlo sin más. De haber sido un mono araña o un murciélago, lo habría hecho, pero matar a un animal de esas dimensiones hubiera llamado la atención, y de descubrirse la verdad, se habría convertido en un verdadero problema. Las tres partes implicadas en el asunto decidieron reunirse para discutir y llegar a un acuerdo.
1. El distrito acogería al animal sin coste alguno.
2. El promotor cedería un terreno gratuito donde alojarlo.
3. La empresa administradora del zoológico pagaría el sueldo del cuidador.
Tal fue el acuerdo alcanzado entre las tres partes hacía ya un año.
Desde el primer momento tuve un interés personal en el asunto del elefante. Recortaba todos los artículos que publicaba el periódico e incluso asistí a una reunión municipal donde se discutió el tema. Por eso puedo explicar con exactitud todo lo ocurrido. Tal vez resulte un poco largo, pero si lo expongo aquí es porque puede que todo esto guarde relación con su desaparición.
Cuando el alcalde cerró el acuerdo y asumió que el distrito se haría cargo, la oposición estuvo en total desacuerdo (hasta ese momento yo ni siquiera sabía que existía un partido de la oposición en el ayuntamiento). ¿Por qué tenemos que hacernos cargo del elefante?
, le interpelaron. Expusieron una serie de argumentos (pido disculpas por incluir todos estos listados, pero creo que así se entenderá mejor).
1. Se trata de un problema entre empresas privadas, la del promotor inmobiliario y la que gestiona el zoológico. Por tanto, no hay ninguna razón para que el ayuntamiento deba inmiscuirse en ello.
2. El cuidado y el mantenimiento iban a resultar demasiado costosos.
3. ¿Cómo iban a hacer frente a los problemas de seguridad?
4. ¿Qué beneficio obtenía la ciudad por hacerse cargo del animal?
Antes de cuidar un elefante, ¿no tiene la ciudad otras prioridades, como la de mantener el sistema de aguas residuales o adquirir nuevos vehículos para el parque de bomberos?
No lo dijeron claramente, pero insinuaron acuerdos más o menos oscuros entre las empresas y el alcalde. En respuesta a todo ello, el alcalde hizo una declaración:
1. Si la ciudad autoriza la construcción de bloques de pisos, los ingresos derivados de los impuestos crecerán notablemente y, por tanto, los costes derivados del cuidado del elefante no supondrán ningún problema. Implicar a la ciudad en la solución de este problema es un acto de responsabilidad.
2. Se trata de un animal viejo y su apetito disminuye de prisa. La posibilidad de que suponga un peligro para alguien es ínfima.
3. Cuando muera, el terreno ofrecido por el promotor pasará a ser propiedad de la ciudad.
4. El elefante se convertirá en el símbolo del distrito y de la ciudad.
Tras largos debates, se tomó la decisión de acoger al elefante. Como era un viejo distrito eminentemente residencial, la mayor parte de sus habitantes vivía sin estrecheces y la situación financiera de las arcas municipales estaba más que saneada. Además, acoger a un viejo elefante que no tenía adónde ir despertaba la simpatía de la gente. Sin duda, todo el mundo se decanta antes por los elefantes viejos que por los sistemas de aguas residuales o incluso por los coches de bomberos.
Yo también estaba a favor. No me gustaban nada esos edificios altos de viviendas que construyen por todas partes, pero sí la idea de que el distrito donde vivía tuviera su elefante particular.
Se despejó una zona arbolada y el viejo gimnasio del colegio público se habilitó como recinto para el animal. El hombre que había estado a su cargo en el zoológico durante muchos años se mudó a una casa contigua. También se decidió aprovechar las sobras de la comida de los niños del colegio para alimentar al animal. Al fin lo trasladaron en camión desde el antiguo zoológico hasta su nueva casa, donde pasaría los años que le quedaban de vida.
Asistí a la ceremonia de inauguración de la nueva residencia del elefante. Delante de él, el alcalde pronunció su discurso (sobre el desarrollo de la ciudad y la mejora de las infraestructuras culturales); un niño, en representación de todos los alumnos del colegio, leyó unas palabras (Elefante, te deseamos una vida larga y apacible
, algo así); se convocó un concurso de dibujo (después de lo cual dibujar al elefante se convirtió en una materia más en la formación plástica de los niños) y dos chicas jóvenes con vestidos ligeros (ninguna de ellas era especialmente guapa) le acercaron dos grandes racimos de plátanos. El elefante soportó aquella ceremonia insignificante (como poco, totalmente insignificante para él) y se comió los plátanos con una mirada tan ausente que más bien parecía no ser consciente de nada. Cuando se los terminó, la gente aplaudió. El animal llevaba una gran anilla de hierro en su pata trasera derecha enganchada a una cadena de casi diez metros, que estaba fijada en el otro extremo a una resistente base de hormigón. A primera vista se veía que el grillete y la cadena eran muy sólidos, irrompibles por mucho que el elefante se empeñara en liberarse de ellos durante los siguientes cien años. No hay forma de saber si le preocupaba el grillete, pero aparentemente ni se inmutaba por aquella masa de hierro que rodeaba su pata. Miraba un punto en el vacío con sus ojos distraídos. Si soplaba el viento, se le mecían las orejas y el pelo canoso.
Su cuidador era un anciano delgado, de baja estatura y edad indefinida. Podía estar en la primera mitad de los sesenta o ya entrado en los setenta (...)
El primer libro de relatos cortos de Haruki Murakami, El elefante desaparece, se publicó en Japón en 1993. Ahora, 13 años después, llega la edición en castellano de la mano de Tusquets Editores en su colección Andanzas. Son 17 relatos en los que los seguidores del escritor japonés podrán descubrir algunas de las raíces de historias que se convirtieron en novelas. Con este libro se completan los cuatro volúmenes de cuentos que ha publicado el ganador de numerosos premios internacionales (el Nobel todavía no) y que pueden encontrarse en librerías mexicanas: Sauce ciego, mujer dormida; Después del terremoto, Hombres sin mujeres y El elefante desaparece, cuyo título proviene de un cuento homónimo, el último del índice, y del que ahora ofrecemos un fragmento a nuestros lectores con autorización de Tusquets Editores México