yer en Berlín ocurrió una confrontación entre manifestantes ultraderechistas opuestos a la aceptación de migrantes en Alemania y dos contramarchas en favor de un país tolerante y con fronteras abiertas. Los primeros exigían además la destitución de la canciller Angela Merkel, cuyas políticas de asimilación de refugiados han provocado reacciones virulentas en los sectores más chovinistas del país y reactivado grupos de filiación neonazi. Los empeños de las fuerzas del orden por evitar un encontronazo entre ambas manifestaciones resultaron infructuosos y se produjo una refriega que dejó 40 detenidos, 25 policías heridos y tres automóviles incendiados, todo en pleno centro de la capital alemana y a unas cuadras del edificio de la cancillería (jefatura de gobierno).
El episodio es ilustrativo de la oleada de xenofobia e intolerancia que crece a ojos vistas en Alemania y otros países de la Unión Europea (UE), particularmente de Europa central y oriental, fenómeno que viene de décadas atrás pero se ha acentuado a raíz de la emigración masiva al viejo continente que procede de Medio Oriente, Asia central y África, y que tiene su principal factor en los conflictos bélicos en curso en Siria, Libia y Afganistán.
Si bien los grupos chovinistas y neonazis más vociferantes y violentos resultan claramente minoritarios –los de esos signos no llegaron a juntar ni dos millares ayer en Berlín–, las expresiones más preocupantes de la ultraderecha no tienen lugar en las calles, sino en las urnas. Ello ha generado un corrimiento político hacia la derecha en varios países de la unión y con ese telón de fondo el Parlamento Europeo y otras instituciones, tanto continentales como nacionales y regionales, se han ido poblando de representantes que no sólo abogan por la expulsión generalizada de extranjeros, sino hasta por la abolición de la propia Unión Europea.
Los gobiernos, por su parte, se ven atrapados entre el imperativo de hacer cumplir con la legalidad internacional y los principios humanitarios básicos, por una parte, y la presión política de las ultraderechas al alza, por la otra.
Es claro que la existencia misma de esos sectores políticos es producto de un gravísimo déficit de educación democrática que data de la posguerra y que ha continuado hasta la fecha. Se ha construido una Europa concebida como una fortificación frente al resto del mundo; un caso concreto de esa concepción fue la erección del llamado espacio Schengen, el ámbito migratorio sin fronteras internas, pero férreamente amurallado, establecido en 1995 entre 26 países de la UE.
Otro factor que ha fortalecido a los sectores más reaccionarios de la zona en la circunstancia presente es la hipocresía con que los gobernantes europeos han manejado los conflictos en África del norte y Medio Oriente, en cuya gestación las autoridades y las corporaciones del viejo continente han desempeñado un papel destacadísimo.
Si las instituciones de Europa hubiesen aceptado ante sus propias sociedades la culpa que les corresponde –que es mucha– por las guerras de Afganistán e Irak y por la desestabilización de Libia y Siria, habrían tenido un margen mayor para formular una política de asilo y refugio mucho más flexible, responsable y solidaria, y habrían reducido de antemano el margen de acción de neonazis, xenófobos y demás ultraderechistas. La omisión, sin embargo, permite que amplios sectores de opinión pública vean la crisis de refugiados actual como un problema eminentemente ajeno
y se dejen seducir, en consecuencia, por quienes propugnan políticas de cierre de fronteras y expulsiones masivas.
En tanto los gobiernos de Gran Bretaña, Alemania, Francia, España, Italia y otros socios de la Europa comunitaria no admitan que ellos, junto con Washington, crearon o atizaron los escenarios bélicos referidos, y que en consecuencia el flujo humano actual es un problema propio, el discurso xenofóbico seguirá corroyendo al viejo continente.