Una y otra vez
legó el momento en que nuestro único tema de conversación eran los frecuentes asaltos en los puentes peatonales, los alrededores de la fábrica y sobre todo en las micros. Las víctimas –compañeros de trabajo o conocidos del rumbo– se desahogaban contándonos al detalle su experiencia: desde la aparición de los ladrones hasta el momento en que se esfumaban llevándose su botín: dinero, celulares, relojes, medallitas, pulseras, bolsas, chamarras. ¡Todo!
Nunca faltó quien, a modo de consuelo, le dijera al perjudicado: Dale gracias a Dios de que los infelices nada más te quitaron la cartera y no la vida.
No era exageración: sabíamos de varias personas muertas por defenderse. El caso más estremecedor era el del niño que había recibido una descarga fatal por negarse a que le robaran su chamarra nueva. Puestas en el caso de la familia, nos peguntábamos si habría podido recuperarse de semejante pérdida. Imposible. Tal vez sería distinto si la enfermedad o un accidente hubieran motivado el deceso; pero una bala...
II
A principios de mes hubo otro asalto. Lo cometió un hombre encapuchado. Provisto de un cuchillo, fue despojando a los viajeros que lo obedecían con la mirada baja y en silencio. Cuando llegó al fondo de la micro, el ocupante del último asiento se metió la mano al bolsillo de la chamarra pero en vez de extraer la cartera sacó una pistola y golpeó en la cabeza al delincuente.
Los pasajeros, estimulados por esa reacción, se levantaron de sus asientos y, con los puños dirigidos hacia el malhechor, empezaron a gritar amenazas. De una bofetada, una mujer lo despojó de la capucha y el empistolado le asestó otro golpe en la cara.
Nos enteramos de todo porque Carmela viajaba en esa micro. Ella pudo ver el hilo de sangre escurriendo por la frente del ladrón: Era muy joven, no tendría ni veinte años. Asustado, pálido, le temblaba la mandíbula y no entendimos lo que dijo. Uno de los pasajeros gritó que ya era hora de darles su merecido a esos malditos capaces de todo, hasta de matar a un niño sólo para quitarle su chamarra nueva. La historia conocida acabó de enardecer los ánimos. Volvieron a oírse gritos: ¡Justicia! ¡Venganza!
III
Según nos dijo Carmela, a partir de ese momento las cosas sucedieron muy rápido. El hombre armado le ordenó al chofer cerrar la puerta de la micro y encaminarse despacio hacia el tiradero. (Todos sabían lo que llega a ocurrir en ese sitio. No hubo necesidad de explicaciones.) Una muchacha embarazada propuso que mejor fueran hasta el módulo para entregarle el ladrón a la policía.
A decir de Carmela: Nadie estuvo de acuerdo. Un hombre con el overol de la cerería La Concordia se opuso terminantemente porque iba a pasar lo mismo de siempre: los uniformados subirían al delincuente en su patrulla y a medio camino rumbo a la delegación lo dejarían libre a cambio de mordida. Ya nadie tuvo dudas acerca de lo que sucedería.
De pronto Carmela se volvió hacia otro lado y nos confesó que se sentía avergonzada porque en aquellos momentos: Ya sólo pensaba en que iba retrasada. Necesitaba que la micro volviera a su ruta para que yo pudiera llegar puntual a la fábrica; de otro modo tendría que reponer el tiempo y quedarme trabajando hasta la noche mientras mi hijo me esperaba en la casa de Chaya. Ella me lo cuida, pero nomás hasta las seis porque luego se va a trabajar.
Pensando en eso, Carmela le dijo al chofer que iba a bajarse. Él no la oyó porque lo tenían aturdido las amenazas de los viajeros contra el ladrón y los gritos de éste jurando por su madrecita santa que era su primer robo y no volvería a cometer ningún otro.
Carmela se estremeció al recordar la decisión con que el hombre armado puso la pistola en el pecho del asaltante y lo sentenció: Esta vez no te escapas. Aquí se termina tu historia.
Luego le ordenó al chofer que se detuviera. Todos sintieron el enfrenón y se miraron. El del overol fue el primero en saltar a la carretera. Alguien empujó al acusado. Al caer, sus pies levantaron una nube de polvo. Sus captores lo rodearon y siguieron golpeándolo una y otra vez, hasta llegar a la curva donde la basura se abulta como un cerro.
Carmela, llorando, nos dijo que vio al ladrón hincarse suplicante. El primer golpe lo hizo tambalearse; el segundo, caer. Cuando estaba en el suelo recibió puntapiés en el pecho y en la espalda. El hombre armado lo obligó a levantarse. Al muchacho se le doblaban las piernas y retrocedió tratando de evitar la lluvia de golpes. Carmela gritó que ya era suficiente. El del overol se volvió hacia ella: Diría lo mismo si el niño que este infeliz asesinó hubiera sido su hijo.
El ladrón juró que no sabía nada de eso, miró a Carmela y le pidió que abogara por él.
¿Y qué hiciste?
En vez de responderme, Carmela negó una y otra vez con la cabeza, como si quisiera desprender la escena de su mente. Además, quería hablarle a su hijo por teléfono. Le aconsejamos que, antes, se calmara. Sonia le ofreció un té con miel. En el momento en que Carmela recibió la taza vi su mano derecha ensangrentada.