Editorial
Ver día anteriorSábado 30 de julio de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El extraño caso de los gobernadores impresentables
Q

ue los estados de la Federación sean libres y soberanos para decidir su régimen interior se debe –según lo señala la Constitución en su artículo 40– a la voluntad del pueblo mexicano. Resulta difícil creer, sin embargo, que el pueblo mexicano avale la amplia variedad de tropelías, abusos, fraudes y desfalcos que los gobernadores de numerosos estados han cometido y siguen cometiendo al amparo de los principios federalistas. Éstos (los principios, no los gobernadores) son bienintencionados y meritorios, pero el aprovechamiento malsano de las facultades que otorgan a las entidades federativas para decidir sobre cuestiones jurídicas y administrativas da por resultado que varios ejecutivos estatales conviertan, sin el menor pudor, una parte sustanciosa del patrimonio público en patrimonio privado. Y todo ello sin que pase gran cosa, aparte de algunas denuncias más o menos promovidas y el escándalo e irritación que ellas provocan en la ciudadanía.

Es cierto que la historia nacional registra, desde hace décadas, casos de gobernadores que además de ser auténticos sátrapas locales acumularon fortunas colosales en el ejercicio de gestiones dudosamente transparentes, por decirlo de manera urbana. Pero se trataba de casos puntuales, favorecidos por circunstancias más bien excepcionales (levantamientos armados, conflictos regionales, caudillismos, debilitamiento del control federal) y no de una tumultuaria vocación por el timo y la rapiña, como pasa ahora. Y todo ello frente a la pasividad del poder central –que carece de recursos, de audacia o de interés para acabar con la calamitosa plaga de los gobernadores deshonestos– y al silencio complaciente del partido al que pertenecen y bajo cuyas siglas ganaron la gubernatura.

La elección de la fecha en que empezó a multiplicarse este fenómeno es un ejercicio arbitrario. Puede, por ejemplo, remontarse al periodo 1999-2004, cuando Tomás Yarrington gobernó Tamaulipas; a 2005-2011, lapso en el que Humberto Moreira se encargó de endeudar a su natal Coahuila; a 2006-2012, época en que Juan Sabines gobernó Chiapas, o a 2007-2012, cuando tuvo lugar la gestión de Andrés Granier en Tabasco. Puede también establecerse en 2009-2015, cuando Rodrigo Medina encabezó el gobierno de Nuevo León y el panista Guillermo Padrés (todos los otros eran priístas) demostró que el instituto blanquiazul también es capaz de producir gobernadores que no se caracterizan por su pulcritud administrativa.

Pero de lo que no cabe duda es que la tendencia al mal gobierno siguió firme este año, con las administraciones de los también priístas Javier Duarte de Ochoa en Veracruz, Roberto Borge en Quintana Roo y otro Duarte –César– en Chihuahua, todas ellas signadas por las irregularidades, las denuncias y el desaseo a la hora de manejar los fondos.

No obstante, es el perredista Graco Ramírez quien se encuentra hoy ante la perspectiva de afrontar un movimiento orientado a destituirlo, por la crisis de inseguridad e ingobernabilidad en que, según el Frente Amplio Popular (la organización que lidera dicho movimiento), tiene sumido al estado de Morelos. Ciertamente, los señalamientos que hacen los disconformes son atendibles, porque la entidad morelense no es precisamente un oasis de paz; pero no deja de ser sugestivo que la retahíla de funcionarios estatales del Partido Revolucionario Institucional, más sus homólogos panistas, no enfrenten manifestaciones activas y organizadas que aboguen por su remoción, pese a haber hecho todos los méritos posibles para merecerlas.