on el telón de fondo de una gigantesca manifestación en respaldo a la democracia y en repudio al fallido golpe militar de mediados del mes pasado, ayer el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, volvió a instar al Legislativo a que apruebe una reintroducción de la pena de muerte, abolida hace 12 años en el país. Tal llamado es sólo uno de los factores que apuntan a la operación emprendida por el jefe de Estado para poner las grandes energías sociales que derrotaron la intentona al servicio del autoritarismo y de su proyecto personal de conformar un poder personal omnímodo y acentuadamente antidemocrático.
Con independencia de la falsedad o la certeza de las elucubraciones en el sentido de que fue el propio Erdogan quien urdió el fracasado cuartelazo, lo cierto es que éste, así como la heroica respuesta social que lo detuvo y desarticuló, han dado al presidente un inusitado margen de acción para remodelar a su gusto la institucionalidad de Turquía, aislar políticamente a las oposiciones –particularmente, las expresiones políticas legales del pueblo kurdo– y avanzar en la instauración de algo parecido a una dictadura.
Para fundamentar tal aserto es pertinente recordar que tras la fallida rebelión militar el Ejecutivo emprendió una purga que no se circunscribió a las fuerzas armadas: además de los oficiales y soldados capturados y sometidos a juicio, más de 60 mil funcionarios civiles han sido despedidos por su supuesto apoyo al golpe, 20 mil profesores han perdido su licencia y hay cerca de 25 mil detenidos. Muchos de ellos han sido víctimas de violaciones a los derechos humanos, según expresó recientemente Amnistía Internacional. Por otra parte, el gobierno ha clausurado 45 periódicos, 29 editoriales, 23 estaciones de radio, 16 cadenas de televisión, 15 revistas y una agencia de prensa, según los propios informes oficiales. Decenas de periodistas a los que el régimen califica de favorables
al predicador Fethullah Gülen, señalado por Ankara como inspirador intelectual del golpe, enfrentan órdenes de captura. Adicionalmente, Erdogan ha pedido modificar la Constitución a fin de poner bajo su mando directo el Estado Mayor de las fuerzas militares y el servicio secreto.
En este contexto resulta incuestionable la peligrosidad de las reiteradas sugerencias del gobernante a la reinstauración de la pena de muerte, no sólo porque ésta constituye una aberrante violación a los derechos humanos, sino también porque ese castigo, erradicado en Turquía en 2014 y en desuso desde 1984, podría aplicarse –como ocurrió en el pasado– a opositores y disidentes.
Los llamados de Erdogan han generado advertencias por parte de los gobiernos de la Unión Europea (UE) de que un restablecimiento de la pena capital se traducirá en una inmediata ruptura de las negociaciones orientadas a incorporar al Estado turco en el espacio comunitario. Por desgracia, tales advertencias deben verse con escepticismo, dado que las relaciones de Bruselas con Turquía están moduladas por un extremo pragmatismo. A fin de cuentas, Ankara presta invaluables servicios a la UE como retén migratorio y como punta de lanza contra Irán. En suma, los afanes dictatoriales de Erdogan no parecen enfrentar obstáculos significativos, ni en lo interno ni en el exterior.