on expertos en incitar para que otros les hagan el trabajo de lapidación. Si no se puede apedrear físicamente a los estigmatizados, por lo menos que sea simbólicamente. Desde sus templos y publicaciones obispos y arzobispos estuvieron incitando con el fin de que la gente saliera para pronunciarse contra el reconocimiento de derechos civiles a identidades de género que reprueban. Ahora salen con candidez a decir que ellos son ajenos a la convocatoria, que todo fue resultado de la espontaneidad de la feligresía que se siente agraviada porque el gobierno amenaza la integridad de las familias tradicionales.
En el caso del arzobispado de México, su semanario Desde la Fe lleva semanas difundiendo descalificaciones y anatemas contra las personas que tiene por anormales y fuera de los cánones éticos de la Iglesia católica romana. Está en su derecho defender la ortodoxia doctrinal y hacerla valer en los espacios que tiene para ello. El problema es que la confesionalización se empeña en hacerla obligatoria más allá de sus fronteras, negando derechos que le son repulsivos y que busca las leyes civiles también restrinjan.
No es cuestión menor recordar que históricamente la Iglesia católica, tanto globalmente como en México, ha echado mano del prohibicionismo, o abierta persecución, para evitar que se instalen ideas y prácticas en las sociedades que juzga nocivas y disolventes para la identidad tradicional que, coincidentemente, estaba uncida al catolicismo.
En el caso de nuestro país los jerarcas católicos romanos, y quienes con ellos coincidían ideológicamente, se opusieron férreamente a la legalización de convicciones y prácticas religiosas que les eran repulsivas. En las discusiones para la que sería la Constitución de 1857, el conservadurismo católico advirtió sobre lo destructivo que sería para la nación mexicana vulnerar la pretendida unidad religiosa si se abrían las puertas a la diversidad de creencias religiosas. Mayor fue su reacción contra Benito Juárez y los liberales que le respaldaron en la promulgación de la Ley de Libertad de Cultos del 4 de diciembre de 1860.
Haciéndose eco del horror que causaba en obispos y arzobispos la posibilidad de reconocer legalmente a otras iglesias distintas de la católica romana, al exponer su punto de vista en los debates constitucionales de 1856-1857, el diputado Marcelino Castañeda prohijó esta joya del pensamiento reaccionario: ¡Cuántos jóvenes abandonarían los preceptos severos de nuestra religión para vivir con más holgura en las prácticas fáciles del protestantismo! ¡Cuántas familias, hoy unidas con el vínculo de la religión, serían víctimas de la discordia impía! ¡Cuántas lágrimas derramaría la tierna solicitud de las madres al ver a sus hijos extraviados de la religión de sus padres! ¡Estos perderían de un golpe todo el fruto de sus sacrificios, de sus afanes y de sus esperanzas! En fin, señores, el hogar doméstico se convertiría en un caos, ¿y entonces qué será de nuestra sociedad? ¡Ojalá y yo pudiera presentaros ese cuadro con todos sus horribles caracteres! ¡Temblemos, señores diputados, al considerar un espectáculo tan triste y aterrador! ¡Temblemos por el porvenir de nuestro país en tan desgraciadas circunstancias!
(Manuel González Calzada –coordinador– , Los debates sobre la libertad de creencias, Facultad de Derecho-UNAM, 1994, p. 13).
En 1860 la Ley de Libertad de Cultos no creó la incipiente diversificación religiosa del país, sino que ésta ya existía y le permitió expresarse legalmente. En una obra de la que soy autor (Albores del protestantismo mexicano en el siglo XIX, Cupsa, México, 2015) queda evidenciado el proceso endógeno que gestó la disidencia religiosa protestante, que ya tenía una dinámica propia al tiempo del liberalismo juarista. Por esto es erróneo, como continúan haciendo los enemigos históricos de Juárez, señalarlo responsable de haber atentado contra la unidad religiosa de la nación. Herederos de aquellos evangélicos/protestantes que pudieron vivir su diversidad al amparo de las leyes laicas, por amnesia histórica hoy hacen contingente con las cúpulas católicas que apuestan por debilitar la laicidad del Estado. Olvidan que los perseguidos de ayer por integridad con su historia no pueden, no deben, sumarse a la persecución contra personas y comunidades que han adoptado otras normas de vida.
Las ideas y las prácticas diversas anteceden a las leyes que las reconocen. La diversificación social y moral se va internalizando paulatinamente en las conciencias de la ciudadanía. La diversidad que desata fobias en sectores que anhelan la uniformidad valorativa difícilmente puede ser desarraigada, a menos que se recurra a la violencia y la persecución sistemáticas. Incluso así, las conductas fieramente perseguidas permanecen y se reproducen, como ha quedado demostrado en regímenes totalitarios o controladores de las conductas públicas y privadas de sus ciudadanos.
Para ser acompañados en su operación de apedreamiento simbólico, la élite clerical católica, y temporales compañeros de ruta, construyen cuidadosamente una imagen monstruosa de sus enemigos. Los presentan como depredadores de familias unidas y felices, causantes de la debacle moral y ruina del país. Así acallan su conciencia, que ha permanecido muda ante los abusos continuos consumados en terrenos de la institución eclesiástica que pretende ser juez de todos y juzgada por nadie.