egún rezan las críticas de los enterados, la aceptación del presidente Peña ha caído muy por debajo de lo recomendable para que pueda, debidamente, ejercer sus funciones. No sólo eso se piensa y se sostiene en la actualidad, también su imagen ha bajado (encuestas) como la de ningún otro mandatario desde que tal fenómeno se mide. Profundizando en la ruta entrevista se llega hasta la solicitud de su renuncia. Hay incluso citada una marcha para pedirla desde la calle. Varios otros inciden en resaltar el poco margen de maniobra (presupuestal) que le queda frente a los dos largos años que le faltan para cumplir su sexenio. No falta quien lo condene sin perdón posible. Peña, arguyen casi a coro, ya no tiene los reflejos, la capacidad o imaginación para darle, durante el resto del mandato, el indicado toque que pueda esquivar el terrible atorón donde cayó a raíz de la infausta visita de Trump. Y todos estos alegatos, premoniciones o deseos extienden sonoro finiquito a una administración que pretendió personificar el renacimiento de un nuevo priísmo.
Al llegar al punto de inflexión de la reciente historia nacional, implícito en la factible renuncia, al menos los más juiciosos alertan, con voces quedas, de una catástrofe de imprevisibles consecuencias. Para ello solicitan, proponen, sugieren que Peña Nieto se empeñe, de aquí para adelante, en reconstruir su presidencia, aún a partir de las muchas ruinas que lo rodean. Sostienen que la misma institución que preside tiene instalados los instrumentos para tal cometido. Dudan, eso sí, que él esté dispuesto a ponerlos en acción o, incluso, que sepa usarlos. Pasan, sin el conveniente donaire, a examinar el ánimo efectivo de los políticos y sus partidos. Tales personajes, aun ante la suma de errores y dislates cometidos por el entorno cupular, no se atreven, no promueven, menos se aventuran a, en efecto, tratar de remover al Presidente. Ni siquiera llegan a esbozar una leve queja pertinente. Temerosos, como son, el vacío les llena de pavor, de vértigo. Sólo una vez en la posrevolución un mandatario renunció a su cargo, alegan.
Lo cierto es que un hálito de desengaño colectivo recorre la nación. Es, en verdad, profundo el desarreglo de sentimientos hacia el poder establecido. Ha llegado a formar un mazacote cruzado por contrariedades flagrantes, anegado de frustraciones que ya toca rincones de privilegio, antes bastante alejados del desánimo y la rabia. Y esto es conveniente, imprescindible, finiquitarlo: al menos atemperar su ruta hacia la crisis terminal o el conflicto abierto. Es, sin embargo, extremadamente difícil visualizar la serie de movimientos, de procesos decisorios, sin duda complejos, que podrían alejarnos de tan turbio presente. Es posible que se pueda encontrar, con algo de calma y generosidad, el amortiguador temporal para tan dañino estado de ánimo colectivo. Lo que se duda, eso sí, es que Peña se monte sobre los actuales resortes, aún disponibles y logre resurgir. Se sabe que continúa apoyándose en ayudantes poco eficientes. Remontar, con la premura indicada, lo que ya parece avalancha hacia el fracaso final de una tentativa que, para muchos, nació, cuando menos, baldada. No cabe tampoco aceptar que las famosas reformas estructurales puedan emplearse como palancas de acción si se reaniman con atingencia y aliento. Son ellas, también, motivo de intensas querellas desde la oposición de izquierda u otras, ya insertadas (ver encuestas) en la misma conciencia popular como algo negativo.
Los aires que corren por el subcontinente apuntan a un robustecimiento de la derecha. El diseño de la política externa de Estados Unidos ha tomado un claro rumbo y reclama su extraviado liderazgo. Los golpes propinados en Honduras, Paraguay y Brasil, bajo su paraguas protector, son prueba suficiente. El aliento otorgado a Macri en Argentina desprende el mismo tufo. La activa coordinación de agentes y procesos contra el gobierno venezolano es también ilustrativo. No dejan pasar un día sin que los medios de comunicación, bajo férrea orientación del empresariado, saquen a relucir, agrandándolas, sus aristas malformadas en ésta y otras naciones todavía renuentes a plegarse a sus designios de dominio. México ha sido un sólido bastión en la lucha por extender la hegemonía estadunidense. Junto con Colombia y Chile han formado el pivote capaz de auxiliar en la consolidación de su influencia imperial. Introducir un factor disruptivo, del calibre de una deposición presidencial, no está contemplado en un designio de este cariz conservador tirando a reaccionario. Suficiente trabajo tendrá el tambaleante modelo neoliberal para sentar sus reales en su retorno sudamericano como para abrir otro teatro de operaciones en México.