incuenta millones de estadunidenses mostraron su simpatía por el diablo
disfrazado de charlatán, y al hacerlo votaron por la muerte de su propio sistema. Por el suicidio de una civilización que les enseñó a mirar solamente a unos cuantos metros de sus necesidades individuales, porque fueron convencidos de que el sentido de la vida es consumir. Es una falacia creer que Trump era el candidato antisistémico. Eso es otro invento. Por el contrario, este bufón convertido en presidente es la versión descarnada del sistema, en tanto Hillary Clinton es su versión edulcorada. La gran derrota es del sistema mismo, que ya no fue capaz de barnizar o maquillar lo que siempre logra ocultar. Se ha derrumbado buena parte de la parafernalia que crea la ilusión de que se vive el mejor de los mundos posibles, y muy especialmente ha caído la escenografía de lo que (casi) todos consideran el máximo logro de la modernidad: la llamada democracia representativa o electoral. El fenómeno Trump y el vendaval que ha provocado se explica desde una mirada de largo alcance, desde una perspectiva civilizatoria.
El triunfo de Donald Trump expresa los límites de una sociedad moderna cada vez más carente de mecanismos de ajuste o salvación (resiliencia), ante las dos principales amenazas por ella misma engendrada: la creciente desigualdad o marginación social y la rotura del equilibrio ecológico del planeta. La concentración despiadada y obscena de los monopolios y la acumulación de la riqueza del mundo en solamente el uno por ciento junto a los impactos del cambio climático, se ven ahora acompañados por un desgaste de la democracia electoral, la cual se ve cada vez más cuestionada. La entropía política (tendencia al caos) acicatea la entropía social y ecológica, y éstas a su vez inyectan más y más incertidumbre a la primera. Estamos ante un sistema mundo, una civilización, que camina ciega, estúpida e incluso alegremente hacia el colapso, y que se está quedando sin mecanismos para evitarlo. Una civilización que, como nos muestra Enrique Dussel de manera magistral y contundente, nos ha dorado la píldora
haciéndonos creer que son los históricos creadores del mundo actual. Por fortuna, cada vez más, ya no estamos ahí. Estamos construyendo lo que sigue.
El problema no fue Trump, sino los millones de habitantes del país más desarrollado
o civilizado
de la modernidad que votaron por un candidato antitodo, por un personaje que representa la negación de los principales valores humanos: tramposo, mentiroso, altivo, fanfarrón, racista, belicoso, sexista, macho, ignorante. Peor, imposible. Una minoría de estadunidenses colocó a un mandril (disculpas a la especie) en la Casa Blanca. Un mandril desquiciado. Y ello fue posible por un sistema electoral obsoleto, regido por la falsa idea de que quienes son elegidos son representantes legítimos de quienes acuden a votar. Si se suma la abstención (45 por ciento) al voto en contra, Trump llega a la presidencia con sólo 27.5 por ciento del total, y esto se está volviendo cada vez más la regla, no la excepción. Quienes gobiernan por buena parte del mundo son ya usurpadores del poder político, y ello sin considerar que buena parte de quienes juegan el juego son simples administradores del capital.
El caso Trump es similar a otros de las democracias modernas. Los Mandela y los Mujica son cada vez más raros en los gobiernos del mundo. Lo que extraña es que se extrañen. Ahí esta Berlusconi en Italia con sus actos mafiosos y sus orgías, elevado varias veces a la presidencia por los italianos. Y qué decir de Fujimori, en Perú, que terminó en la cárcel o los políticos locos de Paraguay y Ecuador. En México, la democracia ha llevado al poder a un sicópata como Vicente Fox, a un alcohólico como Felipe Calderón, y tiene en la Presidencia a alguien que invita a tomar Coca-Cola cada mañana en un país en emergencia médica por obesidad y diabetes, con una familia racista, y que lo mismo roba frases para su tesis que encubre actos ilegales. ¿De qué se extrañan?
Lo que los defensores del sistema (explícitos e implícitos) no aceptan es que las masas ignorantes, superficiales, consumistas y banales que ha procreado la sociedad moderna no dan ya para elegir seres humanos cuerdos, decentes y sensatos. Más que las diferencias sociales o culturales lo que explica la elección es el grado de enajenación de los votantes, el nivel de la anestesia lograda sobre los cerebros de las masas formateadas por la televisión, los medios, el consumo, el confort y la tecnología, en un mundo superfluo quebrado por el hedonismo y la banalidad. La sociedad insana vaticinada por Erich Fromm hace medio siglo se hace cada vez más evidente.
Las estadísticas de la elección lo muestran patéticamente. ¿Cómo puede una mujer que se respete con un mínimo de dignidad dar su voto a un individuo misógino y machista que llamó cerda a una modelo latinoamericana, asquerosa a su contrincante y que presume de acosar sexualmente? Sin embargo, 53 por ciento de las mujeres blancas y 32 por ciento de las latinas (doblemente agraviadas) votaron por él. ¿Puede un ciudadano de raíces mexicanas directas o parientes latinos votar por alguien que los detesta y denigra? No obstante, casi 30 por ciento del voto latino (y 39 por ciento del de Florida) fue ganado por Trump. ¿Y las religiones y sus supuestos valores morales? ¿Puede un verdadero creyente apoyar a un candidato cuyo dios es el dinero, además de ser tramposo, mentiroso y agresor sexual? Sin embargo, 81 por ciento de los evangélicos y 52 por ciento de los católicos votaron por Trump. No puede, por último, un ciudadano informado con educación básica mucho menos un universitario o profesionista votar por un candidato ignorante o falseador que niega la existencia del cambio climático y del impacto del mundo industrial sobre el ecosistema del planeta. ¿Cuántos de ellos lo votaron? Estamos, pues, frente a un conjunto de seres humanos cuyo cerebro (el diseño más evolucionado y complejo que se conoce en el universo) ha quedado dañado o anulado irremediablemente.
Lo que vemos con Trump es el derrumbe de una ilusión alimentada puntual y sigilosamente por todos los aparatos del sistema, incluyendo no solamente medios masivos de comunicación, sino doctrinas religiosas y aún divulgadores científicos y tecnocráticos. La ilusión de un mundo moderno que se supone democrático, justo y en equilibrio con el planeta y la vida misma, y que está formado por ciudadanos sanos, informados, cultos e inteligentes. Lo que se está viviendo es el derrumbe de una civilización y el nacimiento de otra. De otra que ya no utiliza para tomar sus decisiones este sistema de democracia ficticia, sino nuevas formas de gobernanza, y cuyos ciudadanos se comportan y viven a partir de otros principios y valores. Mientras, Trump y quienes lo abrazan y defienden (los Homo demens) ensancharán aún más la brecha social y abonarán al peligroso calentamiento del planeta.