a Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) hizo público ayer el cronograma de liberación y el esquema para fijar los precios máximos de gasolinas y el diésel aplicables a partir del primero de enero de 2017. Según este nuevo modelo, la Magna costará 15.99 pesos por litro; la Premium, 17.79, y el diésel, 17.05 pesos; un incremento hasta de 20 por ciento por litro en promedio, con variaciones en las 90 regiones en que se dividirá el país para efectos de los precios de hidrocarburos.
Además, éstos se ajustarán el 4 de febrero, el 11 de febrero, y a partir del 18 de ese último mes aumentarán diario hasta que cada región sea liberalizada y el monto de venta al público lo determinen factores de mercado, transición que se completará el 30 de diciembre del año entrante.
Analistas vaticinan que esta nueva andanada de ajustes alcistas repercutirá de manera inmediata en la inflación, que en el primer mes de 2017 alcanzaría 4 por ciento y podría llegar a 5 por ciento a mediados de año.
De acuerdo con estas previsiones, los efectos inflacionarios se reflejarán a partir de enero en los transportes y de ahí se extenderán a todos los productos, anulando así los posibles beneficios del incremento de siete pesos al salario mínimo establecido este mes. Resultado de esta cadena de malas noticias económicas, el crecimiento del producto interno bruto sería limitado a entre 1.2 y 1.5 por ciento, cifra por debajo del de por sí menguado promedio de los años recientes.
Pero más allá de los perniciosos efectos macroeconómicos, el incremento extraordinario y sostenido en los precios de los combustibles significará el golpe más duro a la economía de las familias mexicanas, con un impacto particularmente devastador entre las clases medias y populares, las cuales resentirán la merma de la capacidad adquisitiva de sus ingresos en un momento en que ésta ya se encontraba afectada por la caída ininterrumpida en el valor del peso, la política de restricción salarial como mecanismo principal de control inflacionario y, en general, el carácter antipopular de la política neoliberal vigente.
En dicho contexto, resulta inevitable que la llamada liberalización de los precios de los hidrocarburos se traduzca en un nuevo motivo de descontento social y rechazo a la conducción económica de la administración priísta. Para colmo, la inconformidad por la afectación económica estará exacerbada por la falta o distorsión de la información ofrecida en torno de estas disposiciones: para millones de ciudadanos es necesario que se ofrezca una respuesta oficial creíble a cuestiones como que durante los dos sexenios recientes los precios de los hidrocarburos hayan aumentado en México aunque se encontraran deprimidos en el mercado internacional; el por qué de los incrementos aplicados tras la reforma energética que, supuestamente, traería menores costos para el consumidor final, o la ausencia de beneficios por concepto de industria petroquímica en un país que hace no mucho se encontraba entre los principales productores petroleros del mundo.
En suma, la combinación de la exasperante precariedad económica y deficiente operación política por parte de las autoridades amenaza con generar desbordes de malestar social. Para conjurar dicha posibilidad, es obligado un viraje en el modelo de desarrollo económico impulsado por la clase política actual para dar paso a un enfoque respetuoso de la soberanía nacional y sensible con las necesidades de amplias mayorías de la población.