Nueva York.
n nuestras mexicanas latitudes (y en otras partes también), el concepto matinée es básicamente el de una función matutina de cine, casi siempre de orientación infantil. Sin embargo, aquí en Nueva York, el concepto matinée puede incluir, por ejemplo, una función de primer nivel, a la una de la tarde, de Salomé, una de las óperas más notables de todo el repertorio, combinación potentísima del texto de Oscar Wilde (en versión alemana de Hedwig Lachmann) y la mejor música de Richard Strauss. ¿Dónde? En el Met, por supuesto.
Si bien no todas las producciones del Met alcanzan niveles excelsos, en cada una de ellas se puede esperar un altísimo nivel de profesionalismo, y eso fue lo que ocurrió con esta Salomé matinal. Lo más destacado de esta puesta en escena fue el diseño de vestuario y escenografía a cargo de Santo Loquasto, a quien ustedes quizá ubiquen como un colaborador frecuente de Woody Allen. Algunos toques escenográficos abstractamente orientales aquí y allá, mezclados con un ambiente visual de modernidad que pudiera ubicarse en el periodo de entreguerras, y un vestuario análogamente ambiguo conformaron un soporte visual atractivo para el canto, la acción y la música, con el interesante detalle de unos ángeles de la muerte progresivamente acumulativos.
Bajo la dirección de Jonathan Debus, la Orquesta del Met se mostró como lo que es, un ensamble flexible, dúctil y de gran colmillo para sortear no sólo las enormes dificultades de la Salomé de Strauss, sino también los espinosos asuntos de balance frente a los cantantes. En este sentido, no hay queja alguna. Sin embargo, en ese equilibrio sobrio y mesurado radica lo fundamental del resultado de esta puesta en escena: todos los involucrados estuvieron tan atentos al cuidado de la corrección y la propiedad que a pesar de la alta calidad en todos los rubros musicales y teatrales, a esta Salomé le faltó un poco del carácter depravado, decadente e incendiario que debiera habitar cualquier versión de esta formidable ópera.
Sin ir más lejos: Debus cuidó tanto la mesura y la cordura que no se atrevió a soltar las amarras de la orquesta en la voluptuosa Danza de los siete velos, en la que no hay cantantes a quienes cuidar. Sonó linda la danza, sí, pero no febril.
El papel titular fue cantado por Patricia Racette con precisión, claridad y técnica suficientes, y supo comunicar hasta cierto punto el tránsito entre la princesa caprichosa y la arpía lujuriosa. Sin embargo, se cuidó mucho de dar rienda suelta a toda la demencia explícita en el personaje, sobre todo en la sublime y horrenda escena final en la que prácticamente le hace el amor a la cabeza cercenada de Jokanaan, escena de la que he visto interpretaciones más intensas; sin ir más lejos, la reciente Salomé encarnada aquí mismo en el Met por Karita Mattila o, incluso, la memorable interpretación de Kristine Ciesinski en Bellas Artes, bajo la dirección del demencial Werner Schroeter.
La locura también estuvo ausente en el Narraboth cantado correctamente por Kang Wang, quien no quiso asumir la degradación progresiva y rápida del enamoradizo capitán de la guardia con la suficiente enjundia como para que su suicidio fuera patéticamente creíble. Mejor, la presencia de Nancy Fabiola Herrera como Herodías, áspera e hiriente en su función de instigador, aunque a ella también pudiera haberla beneficiado un poco más de rabia y hiel. Los dos hitos destacados: el Jokanaan noble y atormentado de Zeljko Lucic, y el histérico Herodes de Gerhard Siegel, caracterizado aquí como una especie de padrote o sátrapa posmoderno.
En cuanto a la ya referida Danza de los siete velos, hay que señalar que fue bailada con convicción y enjundia por Patricia Racette, sobre una coreografía de Doug Varone que eludió el lugar común de la odalisca seudo-oriental y propuso una extraña pero sugestiva mezcla de tango, Marlene Dietrich, table dance y cabaret. De interés: al final, el director escénico Jürgen Flimm se apartó de la tradición, haciendo que no sean los soldados de Herodes quienes ejecutan a la lasciva princesa, sino el verdugo Naaman, el mismo que corta la cabeza de Jokanaan; justicia poética. En suma, una Salomé intachable desde cualquier punto de vista, pero demasiado moderada y recatada para una casa de ópera como el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.