a propensión de Donald Trump a detectar presuntos peligros para su país, identificar nuevos enemigos y prometer escarmientos radicales está adquiriendo proporciones de obsesión. En lo que va de su todavía breve gestión, la cantidad de amenazas potenciales –de dentro y de fuera– que, según el mandatario, se ciernen sobre Estados Unidos son suficientes para sembrar entre sus incondicionales un estado de verdadera paranoia. Y en correspondencia, sus amagos de disipar esas amenazas por medio de la fuerza bastan para difundir una comprensible inquietud entre quienes tienen una visión menos victimista de la primera superpotencia y su papel en el mundo.
El más reciente antagonista detectado por la Casa Blanca está representado por Corea del Norte, país cuyas actividades político-militares, sumadas a la pintoresca retórica de su líder, Kim Jong-un, preocupan al gobierno republicano mucho más de lo que lo hacían con la anterior administración demócrata. Utilizando una terminología que oscila entre la puerilidad y el paternalismo, Trump –en este caso secundado por su secretario de Estado, Rex Tillerson– ha publicado en Twitter que la nación asiática se está portando muy mal
, pero, además, agregó una observación tan crítica como alarmante: China ha hecho poco por ayudar
.
Siguiendo un procedimiento que ya es habitual en el actual presidente de Estados Unidos y su equipo, a la condena verbal le siguió una advertencia perturbadora: Si (los coreanos) elevan la amenaza de sus programas de armas a un nivel que creemos que requiere acción, esa opción está sobre la mesa
. No es la primera vez que, en la era Trump, la Casa Blanca insinúa una intervención armada en esa zona de Asia: todavía no había asumido su cargo Tillerson cuando ya advertía la intención estadunidense de enfrentarse a China si este país insistía en reclamar la posesión de las islas Spratly, archipiélago ubicado en el Mar de la China, rico en recursos pesqueros, petróleo y gas natural. La mesurada pero firme respuesta de los chinos dejó el incidente en mera escaramuza; sin embargo, la alusión al gigante asiático en la censura a Corea del Norte vuelve a crear un punto de fricción entre las dos superpotencias.
El nuevo frente abierto por la administración de Donald Trump representa una peligrosa escalada en su belicoso discurso geopolítico, porque las relaciones que el gobierno norcoreano mantiene con China, aunque se han ido deteriorando por el programa nuclear que impulsa Kim Jong-un, siguen siendo lo suficientemente fuertes como para que Pekín no tolere pasivamente una acción armada contra Pyongyang. Y basta un corto recuento histórico para recordar que las autoridades chinas no suelen tomarse a la ligera los conflictos territoriales que consideran propios.
La reciente decisión de instalar en suelo sudcoreano –a instancias de Estados Unidos– el escudo antimisiles del sistema de Defensa Terminal de Área a Gran Altura, que empezaría a operar el próximo julio, ha incomodado seriamente a los chinos, quienes sospechan que el dispositivo será usado para obtener datos de inteligencia de sus instalaciones militares. Si el ominoso aviso que Trump y su secretario de Estado le cursaron a Corea del Norte pretende de veras ir más allá de la bravata, podría desencadenarse un conflicto cuya magnitud es difícil prever, pero de consecuencias seguramente funestas para el mundo entero.