l próximo domingo se realizará la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia en un escenario político novedoso, ajeno al tradicional binomio político que ha dominado la vida institucional de ese país desde mediados del siglo pasado, conformado por una derecha bicápite (la gaullista y la liberal) y una dual alineada en torno al Partido Socialista Francés (PSF). Este último, actualmente en el gobierno, ha visto caer a su abanderado 7 por ciento de la preferencia electoral en los sondeos de intención de voto, y se da por descartado que no logrará pasar a una previsible segunda vuelta. La derecha, por su parte, se presenta dividida entre el republicano conservador François Fillon y el neoliberal Emmanuel Macron. En este proceso de sucesión ha vuelto a cobrar fuerza el ultraderechista Frente Nacional (FN), hoy representado por Marine Le Pen, hija del fundador de ese partido. Por otro lado, la reagrupación de izquierda Francia Insumisa (FI) y su candidato, Jean-Luc Mélenchon, han repuntado en semanas y días recientes y han logrado situarse entre las cuatro opciones principales.
En las encuestas, Fillon, Macron, Le Pen y Mélenchon se encuentran en situación de empate técnico y es imposible predecir quiénes de esos cuatro habrán de disputarse la Presidencia en una segunda ronda electoral. Es claro, sin embargo, que tanto la nostalgia regresiva de Fillon como el oportunismo mercadológico de Macron –quien se autodefine como una síntesis de lo mejor de la izquierda y la derecha
, y a quien se considera favorito extraoficial del presidente François Hollande– representan dos vertientes continuistas de un sistema político y económico en el que se han desvanecido las diferencias programáticas y que muestra signos inocultables de agotamiento. Le Pen y Mélenchon, por su parte, plantean, desde posturas antípodas, propuestas de ruptura con lo establecido.
La candidata del Frente Nacional propone una política abiertamente racista, chovinista y autoritaria, es contraria a la permanencia de Francia en la Unión Europea y en más de un sentido parece el reflejo de Donald Trump en el espejo de Francia.
Mélenchon y sus partidarios han construido una plataforma política para una izquierda contemporánea con una agenda ambiental, democrática, social e igualitaria, profundamente crítica a la globalización neoliberal y que se plantea nada menos que una renovación institucional, de tal calibre que desemboque en la supresión de la llamada presidencia monárquica
y en la conformación de una Sexta República.
Como suele ocurrirle en otras latitudes a los proyectos transformadores de izquierda que logran convertirse en opciones reales de poder, las posturas de FI y su aspirante presidencial han experimentado un bombardeo propagandístico y mediático implacable que buscan posicionar en la mente de los electores la idea de que Mélenchon es una suerte de Hugo Chávez francés o, mejor dicho, una especie de réplica de la imagen diabólica del fallecido mandatario venezolano que los propios medios occidentales han forjado.
Con el telón de fondo de los atentados del extremismo integrista –como el que tuvo lugar ayer en el corazón de París–, el proceso electoral francés transcurre, pues, entre la amenaza ultraderechista de Le Pen, el hastío de los dos candidatos de la derecha tradicional y la esperanza de Francia Insumisa. La moneda está en el aire.