a semana pasada, en este mismo espacio, se realizó un recuento de las torpezas y tropiezos del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en su gira por Europa: el tono áspero, prepotente e injerencista con el que el magnate neoyorquino exigió a la Unión Europea (UE) que hiciera más
ante Rusia y el combate al terrorismo, que adoptara las posturas de Wa-shington en la beligerancia en contra de los migrantes y que los gobiernos europeos incrementaran sus gastos armamentistas.
Para colmo, Trump maltrató a los alemanes –de quienes dijo que recurrían a prácticas comerciales malas, muy malas
, por la simple razón de que Estados Unidos mantiene un déficit comercial con Alemania– y en la cumbre del Grupo de los 7 (G-7), realizada en la localidad siciliana de Taormina, canceló toda posibilidad real de que su gobierno participe en los esfuerzos internacionales conjuntos que se requieren para hacer frente al cambio climático.
Esas actitudes, sumadas al grave fallo de los organismos estadunidenses de inteligencia al divulgar fotografías del reciente atentado en Manchester que la policía británica les había proporcionado en calidad de confidenciales, marcó la virtual demolición de una perspectiva de relaciones fluidas, cordiales y constructivas entre los grandes polos que componen la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), así como un brusco deterioro en las relaciones de la Casa Blanca con Bruselas (sede de la UE), Londres y Berlín.
Una de las consecuencias más amargas para Washington de esa colección de dislates, insólita incluso para los niveles habituales de exceso verbal del propio Trump, se hizo patente ayer cuando la canciller de Alemania, Ángela Merkel, dijo que los europeos tenemos que tomar el destino en nuestras propias manos
porque los tiempos en los que podíamos depender de otros están terminando
. Previamente, la gobernante más poderosa del viejo continente definió la reunión de Taormina como un encuentro de seis contra uno
, que dejó resultados muy difíciles, por no decir que muy insatisfactorios
.
No deja de resultar asombroso que, en poco más de cuatro meses de gobierno, Trump haya conseguido dañar a tal grado los vínculos diplomáticos, políticos, comerciales, militares y de inteligencia entre Estados Unidos y Europa, vínculos tejidos y fortalecidos desde la posguerra –es decir, desde hace más de siete décadas–, por no mencionar el desbarajuste creado por el presidente republicano en el bloque regional encabezado por Washington: el del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), instrumento trilateral sobre cuyo futuro penden nubarrones de tormenta.
Si a todo lo anterior se agregan el desbarajuste de acentos fársicos generado entre el país vecino y su principal rival estratégico, la Federación Rusa, a raíz de los intercambios impropios entre integrantes prominentes del equipo de Trump con la diplomacia de Moscú, así como las tensiones innecesarias introducidas por el nuevo habitante de la Casa Blanca en Medio Oriente y sus fanfarronerías bélicas ante Corea del Norte –las cuales, lejos de generar respeto, o cuando menos temor, debilitan la imagen de superpotencia de Washington ante el mundo–, resulta inevitable concluir que el presidente re-publicano ha hecho mucho más por minar la posición estadunidense en la arena internacional que todos los supuestos o reales enemigos de Washington en conjunto.