Sacudirse el yugo de la manipulación
legó a mis ojos un texto escrito en nytimes.com, por el articulista estadunidense Michael Eric Dyson, titulado The tears we cannot stop: a sermon to white America (Las lágrimas que no podemos parar: sermón para los blancos de Estados Unidos), que me impactó no sólo por la verdad y la fuerza referentes a la violencia desatada en Charlottesville, el 12 de agosto pasado, sino por la turbadora aplicabilidad de su discurso a nuestro propio drama social.
Si el racismo se define con base en el color de la piel, en México sí hay racismo, a pesar de que la gama de tonos de los portadores de boleta de elector mexicanos rara vez alcance el negro, o mejor dicho, café oscuro, y el blanco o tal vez rosado, absolutos. Porque, igual que en Estados Unidos, la fuerza tecnológica, física y de voluntad necesarias para llevar a cabo exterminios y destrucciones materiales venían de la misma Europa, con una experiencia en dichas lides de varias centurias, y sólo daba la casualidad que en aquellos lares la gente tendía a ser más blanca.
De esta casualidad resultó que, cuando, aparentemente en América aparecía y se imponía la democracia, alcanzada al menos uno o dos siglos antes en Europa, también se afirmaban los conceptos seudocientíficos de raza superior y raza inferior, con todos sus respectivos atributos y escalas correspondientes. Y luego vinieron los movimientos civiles por los derechos humanos universales, sin distinción de raza, pero pocos se dieron cuenta de que esta lucha inocente disfrazaba los intereses de la industrialización en Europa, la cual necesitaba trabajadores libres para vender su fuerza de trabajo como obreros en vez de seguir atados al campo. En Estados Unidos no fue casualidad que el norte industrializado fuera abolicionista, pues un esclavo es dependiente de su amo y la industria necesitaba obreros que con su sueldo se las arreglaran para pagar sus rentas y alimentar a sus familias. En cambio, era lógico que en el sur los confederados defendieran las condiciones de producción esclavista apropiadas a la explotación de sus infinitos latifundios.
Escribe Dyson que la racistocracia
estadunidense no tiene memoria histórica, pasa por alto la información fundamental sobre la esclavitud en Estados Unidos que, cuando se menciona, los blancos se sienten agraviados y especialmente cuando se les recuerda que la esclavitud sólo cambió de vestimenta tras la guerra civil, porque la disfrazó de libertad sin dejar de representar (los blancos) una amenaza para la comunidad negra... Y añade que la racistocracia es el pecado original de Estados Unidos.
El artículo me sugirió la siguiente paráfrasis: la mestizocracia es el pecado original del mexicano, aferrado a una desaparecida aristocracia de criollos, cuyos privilegios provenían de una presunta superioridad del color y una supremacía moral e intelectual, que se filtraron a los mestizos comunes y corrientes (las itálicas son cita) que, “si no pueden beber de la copa del beneficio económico, que sí prueban las élites criollas y blancas, por lo menos pueden sorber lo que resta de una ideología del odio: al menos no son indígenas”.
Porque, cualquiera que conozca a fondo nuestro país, habrá experimentado con sus propios ojos y emociones, o en propio cuerpo, el racismo-clasismo que manifiesta quien se siente con más hipotética ascendencia europea respecto del que considera tiene menos de ese divino líquido de superioridad que, de nuevo cito a Dyson: es el salario mental de los mestizo-criollos.
Independientemente de lo importante que es el texto de Dyson, invito al lector a leerlo parafraseándolo acorde a nuestra realidad, sobre todo en lo que concierne a la ilusión de dar al más pobre de los mestizos mexicanos la impresión de ser superior al mejor de los indígenas de nuestro país (método de Lyndon B. Jonhson) para poder mantenerlo bajo el pie del gobierno sin que proteste y, todavía mejor, ayude a desaparecer las comunidades indígenas, como hacen los talamonteros, los conversos contra los católicos tradicionales, los paramilitares dedicados a esclavizarlos o desplazarlos. O, simplemente, los que se niegan a enseñar sus lenguas originarias a sus hijos, cambian sus vestimentas tradicionales por ropa desechable, se pintan el cabello de güero y se llenan el cuerpo de tatuajes en inglés, sin por ello hablarlo. Como los que se escandalizan ante la posibilidad de una candidata indígena a la presidencia de la República.
Somos un pueblo en transformación hacia su negación a partir, aparentemente, del color de su gente. Cuando en realidad sólo nos falta información y formación ciudadana, para sacudir el yugo de la manipulación y tomar las riendas de nuestro futuro con base en el conocimiento de nuestra verdadera historia. La escrita por nuestra experiencia.