Domingo 10 de septiembre de 2017, p. a16
Trece relatos de Truman Capote, hasta ahora inéditos, permanecieron en el olvido casi 80 años hasta que, en 2014, fueron descubiertos en la Biblioteca Pública de Nueva York. Con autorización del Grupo Penguin Random House ofrecemos a los lectores de La Jornada un fragmento de La señorita Belle Rankin
, incluido en la antología Los primeros cuentos, del narrador estadunidense, que circula con el sello editorial Lumen
La señorita Belle Rankin
Tenía ocho años la primera vez que vi a la señorita Belle Rankin. Era un día caluroso de agosto. El sol declinaba en el cielo manchado de rojo, y el calor brotaba seco y vibrante de la tierra.
Yo estaba sentado en el porche, mirando a una negra que se acercaba y preguntándome cómo podía llevar sobre la cabeza semejante atado de ropa sucia. Se detuvo y respondió a mi saludo con una risa, esa risa oscura y arrastrada de los negros. Fue entonces cuando la señorita Belle vino caminando despacio desde el lado opuesto de la calle. La lavandera la vio y, como súbitamente asustada, se interrumpió en medio de una frase y siguió a toda prisa rumbo a su destino.
Miré larga y atentamente a esa desconocida de paso capaz de provocar un comportamiento tan extraño. Era menuda y vestía toda de negro, con ropa polvorienta y manchada; parecía increíblemente vieja y arrugada. Delgados mechones de pelo gris le cruzaban la frente, húmedos de transpiración. Caminaba con la cabeza baja, mirando la vereda sin pavimentar, casi como si buscara algo que hubiera perdido. Un viejo perro negro y marrón la seguía, moviéndose sin rumbo tras las huellas de su ama.
Más tarde la vi muchas veces, pero esa primera visión, casi como de sueño, siempre será la más clara: la señorita Belle caminando silenciosamente por la calle, levantando nubecitas de polvo rojo con los pies mientras iba desapareciendo en el crepúsculo.
Años más tarde yo estaba sentado en la tienda que el señor Joab tiene en la esquina, bebiendo uno de los batidos especiales del señor Joab. Estaba en uno de los extremos de la barra, y en el otro estaban sentados dos de los vaqueros de pacotilla conocidos en el pueblo y un extraño.
El extraño tenía un aspecto mucho más respetable que la gente que suele ir a lo del señor Joab. Pero fue lo que decía con su voz lenta y ronca lo que me llamó la atención.
–¿Saben ustedes de algún membrillo japonés que esté en venta por aquí? Estoy juntando algunos para una mujer del este que está haciéndose una casa en Natchez.
Los dos muchachos se miraron y uno de ellos, uno gordo de ojos grandes orgulloso de tomarme el pelo, dijo: Le diré, señor, la única persona conocida de por aquí que tiene unos lindos es una muñeca vieja y rara, la señorita Belle Rankin. Vive a un kilómetro de aquí, en un lugar muy extraño, viejo y derruido, construido algún tiempo antes de la guerra civil. Muy raro, sí, pero si lo que busca son membrillos japoneses, ella tiene los más lindos que yo haya visto
.
–Sí –chilló el otro, que era rubio y estaba lleno de granos y era el secuaz del gordo–, ella debería de vendérselos. Por lo que sé, se está muriendo de hambre; no tiene nada, salvo un viejo negro que vive en el lugar y se la pasa escardando un pedazo de maleza que llaman el jardín. El otro día oí que fue al mercado de Jitney Jungle y estuvo eligiendo unas verduras podridas y consiguió que Olie Peterson se las regalara. La bruja más rara que se haya visto. Parece como si pudiera multiplicarse por cien en la oscuridad. Los negros están aterrados con ella.
Pero el extraño interrumpió el torrente de información del muchacho y preguntó:
–¿Así que piensan que podría vendérmelos?
–Seguro –dijo el gordo con una mueca de autoridad en la cara.
El hombre les agradeció y empezó a irse, pero se volvió de pronto y dijo: ¿Qué les parece, muchachos, si vamos hasta allí y me muestran dónde es? Luego los traeré de vuelta
.
Los dos vagos asintieron rápidamente. Siempre estaban ansiosos por que los vieran andar en auto, especialmente con desconocidos; así daba la impresión de que tenían contactos, y además siempre estaban los inevitables cigarrillos.
Una semana después volví a lo del señor Joab y me enteré de lo que había pasado.
El gordo lo contaba con mucho fervor ante un público compuesto por el señor Joab y por mí. Cuanto más hablaba, más gritaba y más dramático se ponía.
–Les digo que a esa vieja bruja habría que echarla del pueblo. Está loca como un plumero. Para empezar, llegamos allí y trata de espantarnos del lugar. Después manda a ese perro viejo a perseguirnos. Apostaría a que el bicho ese es más viejo que ella. En fin, el pichicho trató de arrancarme un pedazo de cuerpo, así que le pegué una patada directo a los dientes, y ahí ella empieza con ese aullido espantoso. Al final ese negro viejo que tiene consigue tranquilizarla lo suficiente para que podamos hablar con ella. El señor Ferguson, el extraño, le explicó que quería comprarle sus flores, esos viejos membrillos. Ella dice que no sabe nada de eso, que además no vendería ninguno de sus árboles, porque los quiere más que a cualquier otra cosa que tenga. Pero esperen a escuchar esto: el señor Ferguson le ofreció doscientos dólares por uno solo de esos árboles. ¿Pueden creerlo? ¡Doscientos dólares! La vieja le dijo que se fuera de allí, así que al final nos dimos cuenta de que era inútil y nos fuimos. El señor Ferguson también estaba muy decepcionado; contaba realmente con conseguir esos árboles. Decía que eran de los más hermosos que hubiera visto.
Se reclinó y respiró profundamente, agotado por su largo monólogo.
–Demonios –dijo–, ¿qué pueden tener esos árboles como para tirar doscientos pavos en ellos? Granos de maíz seguro que no.
Me fui de lo del señor Joab y pensé en la señorita Belle durante todo el camino a casa. Había pensado en ella a menudo. Parecía demasiado vieja para estar viva; qué terrible ser tan vieja. No entendía por qué se aferraba tan desesperadamente a los membrillos. Eran hermosos, pero ella era tan pobre... Bueno, yo era joven y ella era muy vieja, le quedaba muy poca vida. Yo era tan joven que nunca había pensado que alguna vez sería viejo, que moriría.
Era primero de febrero. Un amanecer gris, opaco, cruzaba el cielo de manchas perladas. Afuera hacía frío y todo estaba quieto, aunque ráfagas intermitentes de un viento famélico se devoraban las ramas grises y peladas de los grandes árboles que rodeaban las ruinas de la alguna vez majestuosa Rose Lawn, la casa donde vivía la señorita Rankin.
Cuando ella despertó, la habitación estaba fría y largas lágrimas de hielo colgaban de los aleros del techo. Se estremeció un poco al contemplar toda esa monotonía. Se deslizó con esfuerzo fuera del colorido edredón de retazos.
Arrodillada ante la chimenea, encendió las ramas muertas que Len había juntado el día anterior. Su pequeña mano, temblorosa y amarilla, luchó con el fósforo y la superficie raspada de la lija.
El fuego ardió tras un momento; luego se oyó el crujido de la madera y la arremetida de las llamas que saltaban, como un estertor de huesos. Permaneció un instante junto al resplandor cálido y luego se movió indecisa hacia el lavamanos congelado.
Una vez vestida, fue hasta la ventana. Empezaba a nevar, esa nieve ligera y aguachenta que cae en los inviernos del sur. Se derretía tan pronto como tocaba el suelo, pero la señorita Belle, que pensaba en el largo camino que haría ese día para buscar comida en el pueblo, se sentía mal, un poco mareada. Entonces suspiró: había visto que los membrillos estaban floreciendo. Nunca los había visto tan hermosos. Los pétalos, de color rojo vivo, estaban congelados, inmóviles.
Una vez, recordaba, años atrás, cuando Lillie era una niña, había recogido canastos enteros de ellos, y llenado los altos cuartos vacíos de Rose Lawn con su fragancia sutil, y Lillie los había robado y se los había regalado a los niños negros. ¡Qué furiosa se había puesto! Pero ahora, al recordarlo, sonreía. Hacía al menos doce años desde la última vez que había visto a Lillie.
Pobre Lillie, ahora también ella es una vieja. Yo tenía apenas diecinueve años cuando nació, y era joven y hermosa. Jed solía decir que era la chica más hermosa que jamás había conocido. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. No puedo recordar exactamente cuándo empecé a ponerme así. No puedo recordar cuándo empecé a empobrecerme, cuándo empecé a envejecer. Supongo que fue después de que Jed se fuera. Me pregunto qué habrá sido de él. Simplemente se despertó y me dijo que estaba fea y gastada y se fue y me dejó sola, salvo por Lillie. Y Lillie no era buena, no.
Se cubrió la cara con las manos; recordar le seguía causando dolor, y sin embargo, casi todos los días recordaba esas mismas cosas, que a veces la volvían loca y la hacían gritar y llorar, como la vez que apareció ese hombre con esos dos idiotas burlones y quiso comprarle sus membrillos. Nunca los vendería; nunca. Pero el hombre le daba miedo; tenía miedo de que se los robara, y ella qué podía hacer. La gente se reiría de ella. Y por eso les había gritado; por eso los odiaba a todos.
Len entró en el cuarto. Era un negro menudo, viejo y encorvado, con una cicatriz que le cruzaba la frente.
–Señorita Belle –preguntó con una voz jadeante–, ¿piensa ir al pueblo? Si fuera usted, yo no iría, señorita Belle. Está bastante feo todo por ahí.
Cuando hablaba, su boca escupía una ráfaga de vapor ahumado en el aire frío.
–Sí, Len, debo ir al pueblo hoy. Voy a salir en un ratito. Quiero estar de regreso antes del anochecer.
Afuera, el humo de la antigua chimenea se elevaba en nubes rizadas y perezosas y colgaba sobre la casa en una niebla azul, como si estuviera congelado, hasta que era arrastrado por una ráfaga de viento implacable (...)