l domingo pasado el presidente peruano, Pedro Pablo Kuczynski, concedió un indulto a su antecesor Alberto Fujimori, quien cumplía una condena de 25 años por crímenes de lesa humanidad. Se hizo evidente así el precio que el mandatario pagó a diputados fujimoristas –entre ellos, Kenji Fujimori, hijo del indultado– para que votaran en contra de una moción de destitución por permanente incapacidad moral
presentada en perjuicio de Kuczynski por sus vínculos con la corrupción de la trasnacional brasileña Odebrecht y pudiera, de esa forma, mantenerse en el cargo. Lo peor: mientras el actual presidente negociaba los términos referidos con un grupo de partidarios del dictador encarcelado, por otro lado pedía a sus aliados de la izquierda abstenerse de votar su destitución y les ofrecía a cambio no conceder el perdón a Fujimori en ninguna circunstancia.
La inmoralidad del intercambio de favores entre Kuczynski y los fujimoristas es patente: el primero logró su propia impunidad a cambio de aprobar la del responsable máximo de gravísimas violaciones a los derechos humanos entre 1990 y 2000 y quien, para desgracia de Perú, aún cuenta con una amplia base de partidarios y de una organización política encabezada por su hija Keiko, que controla 56 por ciento de los escaños en el Congreso.
Cabe recordar que Fujimori urdió un golpe de Estado en 1992 para perpetuarse en el poder; fue encontrado culpable de homicido calificado con alevosía, lesiones graves y secuestro agravado
en las masacres de La Cantuta y Barrios Altos, así como en el secuestro del periodista Gustavo Gorriti; en 10 años en la presidencia amasó una fortuna estimada en 600 millones de dólares; corrompió a directores de medios informativos de su país con decenas de millones de dólares; incurrió en espionaje ilegal a sus opositores y permitió que su principal asesor, Vladimiro Montesinos, sobornara a decenas de políticos y organizara grupos paramilitares.
Con estos antecedentes, Kuczynski enfrentaba entre sectores movilizados de la población, entre sus propios adherentes e incluso entre integrantes destacados de su gabinete una férrea oposición al indulto para Fujimori. Al concederlo, no sólo se ha puesto en evidencia como una persona huérfana de escrúpulos sino que ha disuelto buena parte de su respaldo social. No ha ganado con lo anterior el apoyo del sector mayoritario de los fujimoristas, encabezado por Keiko Fujimori, la cual deseaba que Kuczynski fuera destituido por mayoría de votos en el Legislativo. Para colmo, el perdón presidencial a su antecesor es tan desaseado que ni siquiera tuvo en cuenta la ilegalidad de esa medida ante la legislación internacional y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual considera que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles y para los cuales es inaplicable todo indulto o amnistía.
Más grave aún, Kuczynski ha consagrado la impunidad –la suya propia y la de Fujimori– como único fundamento de su gobierno y con ello se ha condenado a sí mismo a un ejercicio del poder carente de legitimidad y sujeto a un permanente cuestionamiento. Lo que queda de su periodo presidencial –que tendría que terminar, en teoría, en julio de 2021– es de pronóstico reservado. Está por verse si después de esta deleznable maniobra logra mantenerse en el cargo, así sea como rehén del fujimorismo, o si sus opositores, ahora multiplicados, logran destituirlo.