l pasado martes 16, cuando el cuerpo sin vida de Guadalupe Campanur fue encontrado en el kilómetro 15 de la carretera michoacana que une la localidad de Carapan con Playa Azul, la defensora del medio ambiente –quien tenía 32 años de edad y era de origen purépecha– se convirtió en la novena persona dedicada a esas actividades asesinada en México en los 24 meses recientes. Pasó también a ocupar el número 49 en la extensa y lamentable lista de activistas victimados en lo que va del presente gobierno, según cifras de la organización internacional Global Witness.
Inserto en el contexto de la tétrica numeralia que da cuenta de la violencia en el país, el registro de hombres y mujeres que por defender derechos sociales elementales han perdido la vida a manos de criminales casi siempre impunes cobra las dimensiones de una verdadera tragedia. Pero no se trata de asesinatos producto de la delincuencia mal contenida o de una anomia social difícil de controlar: los homicidios cometidos contra luchadores sociales, aun cuando asuman perfiles muy diferentes entre sí, son producto de intereses cuyo trasfondo es esencial e inocultablemente económico.
Tras la muerte de los medioambientalistas que trabajan por la preservación de los bosques, las tierras y otros bienes naturales que debieran ser comunes a todos, se proyecta la sombra de apetencias de lucro materializadas en agrupaciones o corporaciones que quieren allanarse a como dé lugar el acceso a esos recursos. Son asesinados porque se oponen a la tala inmoderada de los bosques, al uso irresponsable de cauces y lechos acuíferos, a la instalación de complejos industriales diseñados a despecho del entorno; a la extracción, en suma, de riqueza sin mesura ni control.
Asfixia mecánica por estrangulamiento
, dice el reporte médico que detalla las causas del fallecimiento de Guadalupe Campanur. Un tecnicismo que trata de explicar fríamente la desaparición de una mujer que en su momento, allá por 2012, participó en la transformación del municipio indígena de Cherán, que antes de contar con su consejo mayor de gobierno y organizar un sistema de rondas para proteger sus zonas boscosas vivía en permanente estado de alarma; de una activista ambiental que durante un periodo de su vida trabajó como guardabosques y aunque ya no se incorporaba a las rondas organizadas en el rumbo para vigilar los montes continuaba tomando parte activa en las labores de su comunidad.
Este nuevo asesinato vuelve a llamar la atención sobre una rama de la violencia criminal que tiene en la mira a quienes se ocupan y preocupan por conservar, para sus moradores, entornos biológicos cuyo equilibrio se ve seriamente amenazado por un proceso de industrialización tan insensible como irracional. Es preciso que las autoridades, aparte de esforzarse de veras por esclarecer este homicidio, adopten medidas para proteger de manera eficaz a los defensores de los derechos humanos en general y del medio ambiente en particular, muchos de ellos indígenas, porque a los delitos que se perpetran en su contra se le suman, prácticamente a diario, agresiones físicas y verbales, hostigamiento, detenciones ilegales y un proceso de criminalización que los grandes medios de comunicación suelen ignorar, pero mantiene un carácter constante.