ara los integrantes del gobierno actual, el hecho de que 40 por ciento del financiamiento de la infraestructura pública del país corra por cuenta del sector privado probablemente sea dig-no de ponderación. De hecho, la cesión de ese espacio por parte del Estado a particulares forma parte de una estrategia según la cual este esquema permite reducir por un lado el déficit fiscal y por otro el endeudamiento público, lo que ante la permanente escasez de recursos presupuestarios no puede sino ser objeto de celebración. En la visión de quienes elogian las bondades del modelo, éste ayuda al gobierno a cumplir con el papel social y administrativo que le corresponde, al tiempo que brinda a la iniciativa privada un terreno fértil para hacer buenos negocios, todo en un contexto de armonía teórica y de optimización de recursos.
Los datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público no dejan lugar a dudas: la disminución, entre enero y septiembre del año pasado, de 24 por ciento en el volumen de inversión oficial en infraestructura física respecto del mismo periodo de 2016, indica que la muy neoliberal idea de que el capital privado puede ser un estrecho y noble aliado gubernamental continúa siendo puesta en práctica activamente en México.
Siempre de acuerdo con el enfoque comentado, mediante ese recurso la administración de gobierno está en condiciones de crear proyectos de infraestructura –digamos carreteras, puentes, escuelas u hospitales– sin comprometer fondos propios en la empresa. Pero eso no es todo: las obras resultantes serían más eficientes (por esa creencia pocas veces demostrada según la cual el sector privado es más eficiente que el público), así como más baratas para los usuarios (otro mito que, sin ir muy lejos, la participación privada en el área de los combustibles se encarga de desmentir).
La creación y desarrollo de las llamadas asociaciones público privadas (APP) en el último decenio del siglo XX y su entusiasta adopción en lo que va de éste, fue producto del Consenso de Washington (el decálogo formulado en 1989 con la supuesta finalidad de que los países en desarrollo salieran de sus constantes crisis económicas), y desde entonces se ha ido fortaleciendo al punto de que hoy los economistas que conciben un Estado sin participación privada constituyen casi una especie en extinción.
En los papeles, las APP pueden representar una salida razonable para la persistente exigüidad de recursos estatales y la frecuente insuficiencia pública en materia de gestión (que ha dado lugar, precisamente, a la ficción de que la IP es mucho más confiable en ese sentido). En la práctica el panorama no es tan claro ni diáfano, básicamente porque el mecanismo para licitar las concesiones de obras y la constitución de las APP encargadas de administrar los proyectos deja espacios para que la omnipresente sombra de la corrupción se proyecte sobre cada uno de ellos, en tanto la legislación específica (la ley que regula esas asociaciones) aún tiene imprecisiones que permiten dos o más interpretaciones, y ello deja lugar a la opacidad al momento de las adjudicaciones.
Pero en el fondo subyace una contradicción difícil de solventar, que en un lado tiene al Estado, cuya obligación es prestar servicios públicos de calidad y a precios accesibles, y en el otro a la iniciativa privada, que más allá de sus buenos propósitos tiene como fin la búsqueda de la mayor tasa posible de ganancia para sus propietarios o accionistas.