a defensa del medio ambiente es hoy una de las actividades más riesgosas del mundo: de acuerdo con la organización no gubernamental Global Witness, el año pasado 197 personas fueron asesinadas por oponerse a minas, plantaciones o proyectos de infraestructura lesivos contra la ecología. Lo que es incluso más preocupante es que desde 2015 cada año impone un nuevo récord de muertes violentas: en el caso de México esto se traduce en un salto de tres asesinatos en 2016 a 15 en 2017, lo que convierte a nuestro país en el cuarto más mortífero para quienes, en la defensa de sus territorios, se ven enfrentados a gobiernos, corporaciones o traficantes ilegales.
Para entender el origen y la dimensión de estos asesinatos, es necesario considerar que, desde las ciudades y desde las clases medias, suele enfocarse el ecologismo como una cuestión de calidad de vida, orientada a la prevención de hipotéticas catástrofes por venir, pero que para millones de personas alrededor del mundo la protección del medio ambiente se ha convertido en un asunto de supervivencia en el plano inmediato. A diferencia del ecologismo que se ejerce como una elección personal, en la que el nivel de compromiso con determinada causa puede fijarse a voluntad, campesinos, indígenas y habitantes de barrios marginales en las grandes urbes se ven lanzados a la defensa de su entorno por la llegada de actores externos, estos últimos empeñados en convertir los recursos naturales en fuentes de lucro privado mediante prácticas depredadoras. Este tipo de lucha por la preservación del medio ambiente recibe el nombre de ecologismo de los pobres
, y es entre sus representantes donde se produce la mayor parte de los asesinatos asociados con el activismo ambiental.
Cuando una empresa agroindustrial destruye el ecosistema que ha sostenido a una comunidad durante generaciones para la siembra de un monocultivo destinado a la exportación, cuya sobrexplotación convertirá el suelo en un yermo estéril en el transcurso de una década; cuando una minera despoja a un pueblo de su única fuente de agua, o la contamina hasta volverla causa de enfermedades mortales; cuando una constructora tala grandes extensiones de bosques para tender una autopista sin ningún plan de mitigación de los daños; en todos estos supuestos las comunidades se ven obligadas a resistir para proteger sus fuentes de trabajo y sus formas de vida.
Aunque los anteriores casos se enlistan en abstracto, tales situaciones se concretan en más de 500 conflictos ambientales actualmente en curso en México, entre los cuales se encuentran los causantes de 99 asesinatos de activistas ambientales entre 1995 y 2015. Además de los homicidios, los ataques contra los ecologistas cobran la forma de intimidaciones, judicialización, golpizas, violencia sexual y otras agresiones que en muchas ocasiones constituyen ejemplos de opresión multidimensional, como ocurre con grupos vulnerables como indígenas, mujeres y personas en situación de pobreza.
Para poner fin a estos crímenes se requiere, en primera instancia, erradicar la casi absoluta impunidad de que gozan sus autores intelectuales, la cual constituye el principal incentivo para que se repitan. Pero además, como señala la ONG citada, la seguridad de quienes protegen el medio ambiente sólo podrá garantizarse en la medida que empresas, inversionistas y gobiernos asuman la elemental obligación democrática de incluir a las comunidades en las decisiones que afectan sus territorios y recursos.