esde la mitad del siglo pasado, pero particularmente en lo que va de éste, las agencias de seguridad de Estados Unidos se desviven por vigilar a quienes habitan en ese país. A partir de los atentados a las Torres Gemelas, la práctica se convirtió en una auténtica obsesión que, con el argumento de proteger los intereses de la nación y los derechos ciudadanos, no hace sino violar estos últimos. Pero la nueva masacre cometida el 15 de febrero en Parkland, Florida, no hace sino ratificar una sospecha que cada vez más estadunidenses empiezan a tener: ni la sofisticada tecnología ni los ingentes recursos humanos comprometidos en la empresa ni los frecuentes planes destinados a prevenir la violencia y detectar a sus emisarios sirven para nada en un país donde resulta más sencillo conseguir un rifle que un antibiótico y 33 mil personas al año mueren por disparos de armas de fuego.
En fechas más o menos recientes un programa de control y rastreo de aislamiento postal
–cualquier cosa que eso signifique– llevó al servicio de correo de Estados Unidos a fotografiar 160 mil millones de sobres, paquetes, tarjetas, invitaciones y folletos que circularon por esa vía a lo largo de un año. Según la Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés), en tales casos sus agentes se limitan a leer los datos puramente externos de la correspondencia a fin de identificar nombres y direcciones, tanto de destinatarios como de remitentes, y detectar eventuales redes de contactos entre personas sospechosas de ser potenciales conspiradores o agresores.
Si a lo anterior se suman la presunta orden secreta que obligaría a algunas compañías telefónicas a entregar a la Agencia de Seguridad Nacional los registros diarios de las llamadas de sus clientes (es decir, números emisor y receptor, duración de la llamada y hora y localización de la misma) y las actividades de monitoreo por las distintas redes sociales que se despliegan por Internet, se tiene un panorama aproximado de la magnitud del espionaje que el gobierno de Washington lleva a cabo sobre sus propios ciudadanos. Esto sin tomar en cuenta los inquietantes aunque imprecisos informes que dan cuenta de la red de vigilancia
, que en su momento denunció Edward Snowden, que incluiría, entre otros refinados artilugios, una red satelital capaz de recoger y cruzar datos, metadatos, fotografías y registros de prácticamente toda la población mundial.
Y, sin embargo, el más reciente y con toda probabilidad no el último de los tiroteos masivos ocurrido en Estados Unidos prueba una vez más que si el Estado aprovecha los datos que recopila no lo hace para prevenir hechos como el de Parkland, o si lo hace, no le da resultado.
De momento, las expectativas de quienes se preocupan por estos episodios en el vecino país del norte están puestas en la labor del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos, que también depende de la FBI y da al fenómeno de los ataques en escuelas y tiroteos en masa un enfoque más ligado a entornos y menos reactivo. Entre los descubrimientos
realizados por el organismo destaca uno especialmente preocupante para los investigadores: la mayoría de los atacantes no son extranjeros antiestadunidenses, sino nacidos y criados en el país, profundamente disconformes con alguna parte del sistema.
Pero cuestionar el sistema –su desequilibrio esencial, su exaltación del individualismo, su prescindencia de lo social– es precisamente lo que no pueden (y posiblemente no quieran) hacer los estudiosos del fenómeno, quizá confiados en que algún día la vigilancia del Estado permita identificar, entre todos los ciudadanos a los que espía, a un criminal antes de que cometa su delito.