Lunes 5 de marzo de 2018, p. 9
Escuchar a Brahms con la Filarmónica de Viena equivale a observar un paisaje de Arles pintado por Van Gogh, nenúfares flotando dibujados por Monet o el misterio de una sonrisa en pinceles de Da Vinci.
Eso ocurrió la noche del sábado en Bellas Artes.
Gustavo Dudamel completó la hazaña desde el podio: acentuó los gemidos de las aceradas violas, enfatizó el ulular de los violonchelos, puso de relieve el brillo dorado de los alientos metales y dosificó relámpagos en medio del bosque: el trinar de los alientos-maderas en el corazón mismo de la orquesta.
La conformación del programa anunciaba que el segundo de los tres conciertos mexicanos de la Filarmónica de Viena era el bueno: la noche Brahms, el aroma Brahms, el embrujo Brahms.
Obertura para un Festival Académico y la Sinfonía Primera del barbado Brahms, y el Concierto Dos para Flauta de Volfi Mozart, los elementos de la noche.
La pulsión vibrátil de la, no hay duda, mejor sección de cuerdas del planeta; el tremar entero del conjunto y la batuta ya madura y docta del venezolano, los componentes del perfume.
La felicidad se llama escuchar en vivo a Volfi Mozart en Bellas Artes con la Filarmónica de Viena dirigida por Gustavo Dudamel.
La dicha entera: los nuances, los rulos, las sinuosas vertientes lapislázuli, esa capacidad insólita de Johannes Brahms de colocar pequeñas, apenas perceptibles variantes entre una nota y la siguiente en pasajes enteros que se anidan en el intersticio del blanco y el gris.
Una pincelada de blanco en un cuadro de Corot.
Lo acontecido la noche del sábado en Bellas Artes equivale a uno de esos fenómenos del cosmos que tardan mucho tiempo en ocurrir, como el paso de un cometa, un eclipse, una aurora boreal.
Pasaron muchos años desde que no sonaba Volfi Mozart de a deveras, Johannes Brahms con todas las de la ley, música cercana a la temblorosa penumbra de lo ecuánime, lo dúctil, lo que enfebrece.
Filarmónica de Viena. Palacio de Bellas Artes. Gustavo Dudamel. Un parteaguas.