ientras el PRI celebra sus 89 años de vida, las campanas comienzan a doblar. Junto al jolgorio de las matracas rugiendo se escucha un talán desconcertado, triste y lastimero, que anuncia lo inevitable.
El tricolor tiene un candidato a la Presidencia y un dirigente nacional que no pertenecen al partido. Vienen de otro planeta. Son ajenos a su historia y a su militancia. Son políticos anfibios encumbrados por el cruce de Atlacomulco y la tecnoburocracia. Hasta ahora, nunca habían sido candidatos a un puesto de elección popular. Hicieron sus carreras envueltos en los algodones de la administración pública. No han organizado ni conducido ni ganado elección alguna. No hay que llamarse a engaño. La conducción de los comicios y el triunfo
en el estado de México y Coahuila fueron responsabilidad de Los Pinos.
Pese a estar formalmente al frente del partido, muchos priístas no reconocen en Enrique Ochoa Reza a uno de los suyos. Egresado del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y de la Universidad de Columbia, incursionó en la administración pública a la sombra de Luis Téllez. Ariete para allanarle a la tecnoburocracia itamita el asalto la candidatura presidencial, jugador eficaz de intrigas palaciegas, en los meses recientes ha conducido al partido de un descalabro a otro.
Hundido en un lejano tercer lugar, según la inmensa mayoría de las encuestas, José Antonio Meade ha tenido que recurrir al derecho de sangre para ser arropado por los priístas. Pero muchos no lo quieren. Hay muchos agravios de por medio para que lo acojan. Lo han acusado de que, como parte del gabinete de Enrique Peña Nieto, utilizó su poder para hacer ganar candidatos a gobernadores y diputados panistas. Y ahora, durante todos estos meses, el equipo del candidato los ha maltratado o hecho a un lado.
La campaña presidencial priísta es un desastre. José Antonio Meade no habla en público como si estuviera seguro de que va a ser el próximo Presidente de la República. Si para ganar las elecciones el candidato debe parecer mandatario, el ex secretario de Hacienda ya la perdió. No encuentra su voz. No puede distanciarse de Los Pinos, a pesar del enorme desprestigio de la figura presidencial. Un día ruega a los priístas: Háganme suyo
, como si en lugar de estar metido en una contienda electoral escenificara una novela rosa. Al siguiente se da baños de pueblo en el Metro de Ciudad de México para aparecer cerca de los ciudadanos pero las redes sociales le tunden hasta por debajo de la lengua.
Y, más allá de uno que otro acto tumultuario del candidato con acarreados, del mantra #YoMero repetido hasta el cansancio, y de los videos sobre el orgullo de ser priísta que circulan a manera de manuales de autoayuda en las redes, lo que priva en las filas de la militancia tricolor es el desánimo. La desbandada ya empezó. Ante el inminente naufragio, no son pocos los dirigentes medios que se han trepado al arca de Noé morenista. No son pocos los priístas que están sinceramente convencidos de la inevitabilidad del triunfo de Andrés Manuel López Obrador y de la imposibilidad de que su candidato salga del sótano en el que se encuentra. Le dan credibilidad al triunfo de AMLO. La aceptan. Y, a diferencia de 2006, cuando el voto útil se corrió en abril porque Calderón empató
a López Obrador, en esta ocasión, la desbandada del partido comenzó desde enero.
José Antonio Meade llegó al inicio formal de la contienda con algunas ocurrencias (como la de manejar el automóvil en el que se traslada), pero sin propuesta, sin eje articulador en el discurso, sin campaña, con evidentes fracturas y con una operación cicatriz tardía y mal operada.
Se han incorporado a la campaña de Meade personajes que tienen pocos incentivos para que su candidato gane. De hecho, hay allí algunos a los que les conviene más que pierda. Desde 2000, los priístas saben que hay vida si no es uno de los suyos el que despacha en Los Pinos. Aprendieron rápido a vivir como oposición. Más aún, no son pocos a quienes les puede ir mejor como opositores que con un gobierno de su partido. Está fresca en la memoria el que, durante las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón, los gobernadores del PRI fueron verdaderos virreyes. En cambio, cuando retomaron el poder les fue peor. Con Enrique Peña Nieto, a los pocos que no están presos o procesados, los traen con la rienda corta.
Paradójicamente, incluso en un terreno en que debería ir ganando la batalla, como el de los organismos financieros multilaterales y los grandes inversionistas, Meade ha recibido golpes muy fuertes. La publicación de encuestas como la de Citibanamex (que pudo mantenerse en privado) muestra que dista mucho de ser el candidato consentido del sector. Importantes figuras del capital financiero están pavimentando el camino para que se reconozca un probable triunfo de AMLO. Meade está cosechando en los organismos multilaterales las tempestades de los vientos que sembró en el sector hacendario.
Le queda a Meade, por supuesto, recurrir a una elección de Estado y a la compra masiva de votos. Pero ni así la tiene fácil. Las dificultades del gobierno federal para judicializar el proceso electoral y desbarrancar a Ricardo Anaya (con toda seguridad responsable de lo que lo acusan), utilizando al Ministerio Público, han topado con la inconformidad de los dos grupos político-culturales.
Pese a lo sucedido en 2000 y 2006, cuando la derrota del PRI no supuso su final como partido, hoy la situación es mucho más grave. Es parecida a la que enfrentó tras el descalabro en Ciudad de México en 1997. En ese entonces, el tricolor quedó reducido a la insignificancia estratégica en la capital del país. Han pasado 21 años desde entonces y no ha levantado cabeza, ni parece que lo vaya a hacer. Perder las elecciones de 1997 le significó la debacle en el Distrito Federal. Algo así pareciera estarse cocinando este primero de julio. No en balde, ya se escucha el sonido de las campanas comenzando a doblar.
Twitter: @lhan55