ace unas semanas Mónica Mateos-Vega nos brindó en estas páginas una magnífica crónica sobre la exposición permanente que se inauguró el mes pasado en el Museo de la Ciudad de México.
Ocho salas recién remodeladas albergan: Miradas a la ciudad: espacio de reflexión urbana. La muestra incorpora nuevas tecnologías y espacios interactivos.
El poeta Eduardo Vázquez Martín, Secretario de Cultura capitalino, se refirió al recinto como ‘‘un laboratorio interpretativo de la ciudad”. Enfatizó que la urbe en constante transformación ‘‘necesita pensarse, asumir sus grandes retos, sus problemáticas complejas, imaginar la ciudad futura que entre todos deseamos, enfrentar su naturaleza telúrica y de ex lago”.
Ahora que cumple 50 años de vida es un buen momento para realizar esta exposición, ya que, además, se aprovechó para darle una profunda remozada al inmueble que permite apreciar la belleza del soberbio palacio. Vamos a recordar algo de su historia que alguna vez comentamos.
En 1531 el predio le fue concedido a Juan Gutiérrez Altamirano, fundador de un mayorazgo que se convirtió en condado. Recibió en encomienda los pueblos de Calimaya, Metepec y Tepemeyalco y, por tal razón, a su hijo se le otorgó el título de conde de Calimaya, mismo que usaron 14 de sus descendientes hasta llegar al siglo XX.
En el siglo XVIII la familia decidió reconstruir la casona y contrató al extraordinario arquitecto Francisco Guerrero Torres, quien diseñó una mansión palaciega utilizando los materiales característicos del estilo barroco en la Ciudad de México: el tezontle y la elegante chiluca.
Sin duda el lujo de la fachada es una colosal cabeza de serpiente empotrada en la esquina, primorosamente labrada en piedra, que pudo haber formado parte de alguna de las etapas constructivas del Templo Mayor.
Un elemento decorativo muy peculiar del hermoso edificio son las gárgolas, que tienen forma de cañón y que fueron una distinción dada al conde por haber sido Adelantado de Filipinas. Por ello también se le conoce como Casa de los Cañones.
El portón de acceso fue manufacturado en Manila y llegó a la Nueva España en la Nao de China.
Es una obra maestra de la ebanistería barroca. Es de los pocos palacios de esa época que conserva dos patios, el de servicio, que albergaba las caballerizas, almacenes, carruajes y las habitaciones de los caballerangos.
El principal está rodeado por arquerías en tres lados, en el cuarto está adosada al muro una bella fuente semicircular con un respaldo en forma de concha y la graciosa escultura de una sirena con dos colas que sostiene una guitarra.
Este espacio que estaba pintado de un opaco color marrón, ahora luce un tono amarillo que le imprime luminosidad y da realce a la soberbia arquitectura. También se recuperó el barniz de las puertas exteriores que estaban muy deterioradas.
En el lado norte del patio se desplanta una amplia escalera que en su arranque luce dos quimeras de piedra en forma de leones y conserva la herrería original. Aquí vivió en las primeras décadas del siglo XX el pintor Joaquín Clausell, como esposo de una descendiente de los condes, aunque en ese tiempo la familia había venido a menos y una parte se rentaba. Fue de los exponentes más importantes del arte impresionista mexicano.
Se conserva su estudio, en cuyos muros realizaba bocetos junto con sus amigos artistas como el Dr. Atl y Ángel Zárraga, por lo que están cubiertos de decenas de pequeñas pinturas que conforman un collage único. Estaban deterioradas y ahora se les ha realizado una excelente restauración que permite apreciar su colorido.
Al salir, a unos pasos, en Pino Suárez 18, se encuentra la cantina Nuevo León, una de las más tradicionales, con su larga barra de madera y mesas para dominó con espacio en las esquinas para la bebida. Ofrece abundante botana y como especialidad ricas tortas que prepara la misma señora que las hacia en El Nivel, la mítica primera cantina de la ciudad que desapareció hace unos años.