n la sección Special Presentation del encuentro cinematográfico coincidieron dos películas sobre sendos ataques terroristas. La primera de ellas, Hotel Mumbai, del director australiano Anthony Maras, recrea cuatro días de noviembre de 2008, cuando un comando de 10 terroristas islámicos causaron cientos de muertos y heridos en varios puntos de la ciudad titular. Sin embargo, la acción se concentra en el estado de sitio que los militantes impusieron sobre el opulento hotel Taj Mahal Palace, matando a sus huéspedes y empleados con armas de fuego y granadas.
El realizador debutante se vale de elementos válidos para construir la permanente tensión del relato. La muerte violenta de inocentes es un recurso dramático infalible y aquí esa situación se mantiene in crescendo, sobre todo al concentrarse en un grupo aislado de personas que tratan de sobrevivir ocultas en un club privado dentro del hotel.
Ha habido tantos thrillers sobre terroristas vencidos por héroes de acción que uno reacciona por reflejo condicionado a la presencia de un gringote (Armie Hammer), que promete ser el muchacho chicho de la película. Y no es así. La realidad no admite a un Bruce Willis.
Por otro lado, el guion establece bien el rencor de los terroristas ante el verdadero lujo asiático en que viven sus víctimas. Amén de los fundamentos religiosos, lo que anima esta jihad es un profundo resentimiento de clase. Los terroristas no son más que jóvenes pobres, sin el privilegio de una educación y manipulados por sus líderes con falsas promesas del paraíso y una compensación económica para sus familiares.
La segunda película, 22 July (22 de julio), del británico Paul Greengrass, reconstruye la masacre perpetrada en 2011 en un campamento de veraneo en la isla de Utoya, Noruega, por parte de un terrorista neonazi. (Ya en la Berlinale se había estrenado la versión de Erik Poppe, titulada Utoya, precisamente, sobre los mismos hechos, aunque con un enfoque diferente).
El responsable de la matanza, Anders Behring Breivik (Anders Danielsen Lie), había detonado antes una bomba en el centro de Oslo. Pero su principal objetivo era asesinar a tiros a docenas de jóvenes de ideología liberal en dicha isla. De manera inteligente, Greengrass resume el ataque en los primeros 40 minutos.
El resto de las dos horas y pico de duración las dedica a contrastar con sobriedad el proceso legal al que se somete al terrorista tras su captura, con la dolorosa recuperación de una de sus víctimas, el adolescente Viljar (Jonas Strand Gravli).
Breivik sostiene una ideología totalmente opuesta a la islámica. Pero su metodología es letalmente la misma. Arrogante y solipsista, él se considera un soldado en la guerra contra la inclusión. Si bien una y otra forma de terrorismo son temibles, la del fascista resulta más difícil de comprender.
Tras su triunfo en Venecia, Roma, de Alfonso Cuarón, es una de las películas más esperadas en Toronto. Mañana comenzará a exhibirse y uno calcula que va a haber casi golpes para verla. Por lo pronto, tendrá tres funciones de prensa e industria en las salas más amplias del teatro Scotiabank. Eso es previsión.
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