omo lo mostró la marcha del jueves pasado y el contenido de las asambleas previas, la movilización de los estudiantes ha ampliado el horizonte de las demandas y ahora involucra a la sociedad y la educación básica y superior. Demandas como la seguridad y la democratización de las instituciones son fundamentales en un país sumido en una violencia que afecta particularmente a las y los jóvenes, y en un sistema educativo cuya verticalidad y autoritarismo es herencia del siglo pasado y representa un enorme lastre para el desarrollo de las potencialidades de niños, jóvenes, y maestros. Demandas esperanzadoras porque la discusión sobre el futuro de la educación en el próximo sexenio se había concentrado en el nivel básico, y ahora obligan a repensar también las décadas de reformas a la educación superior.
Como otros movimientos estudiantiles, éste surge y crece en formas inesperadas y su intensidad es capaz de sacar a la luz problemáticas que han estado relegadas durante años. La violencia que viven los jóvenes hasta es vista como normal, pero sigue siendo devastadora. Mueren, desaparecen, son objeto de violación, acoso, y de cotidianos y peligrosos asaltos en la calle, en el transporte y también, como recién se palpó, prácticamente en los plácidos jardines de la Rectoría de la UNAM. Ahora cualquier propuesta educativa tiene que partir de ese hecho.
La demanda de seguridad y el cese a la violencia es un recurso extremo de sobrevivencia y por eso tiene la razón y una enorme legitimidad social; no hay madre, hijos o hermanas de las decenas de miles de golpeados, muertos o desaparecidos que no se sienta representada y dé la bienvenida a esa justa indignación. Una política educativa superior fincada en este reclamo tiene, de entrada, una gran legitimidad.
Plantear la desaparición del porrismo, por ejemplo, lleva a cambios profundos y muy importantes en la vida universitaria. Porque en el fondo es un fenómeno que nace y se alimenta de la forma en que está planteada la estructura de poder en el interior de una institución. En un artículo reciente una investigadora de la UNAM, Elvira Concheiro ( La Jornada 10/09/18) señala que eliminar al porrismo no es un asunto policiaco, requiere de auténticos “cambios democráticos… que combatan a las mafias que dirigen escuelas y facultades” que son quienes lo prohijan. Y requiere que se valore al estudiantado
. Es decir, añadimos, es necesario el diseño de estructuras y prácticas de supervisión, participación y decisión que incorporen a los estudiantes y que acoten los poderes absolutos. Quienes viven y sufren la violencia no pueden quedar fuera de las decisiones para combatirla. No hay seguridad sin democracia.
En el nivel de educación básica, igual. El ejercicio del poder tiende a ser autoritario e insensible. Ejemplo: la Cámara de Diputados (y de Senadores) acaba de pedirle al INEE y a la SEP un gesto: que no aplique la evaluación de maestros prevista para noviembre, días antes de la toma de posesión del nuevo gobierno (suspensión que no sería la primera). Antes de que la SEP dijera algo, el INEE rechazó tajantemente el exhorto, escudándose en que está sujeto a un mandato constitucional y legal, y punto. Esta respuesta confirma la preocupación –aquí ya mencionada– de que si se deja intocado al INEE, el sexenio venidero este instituto será la cuña del pasado que, alegando su autonomía y mandato, insistirá en la vigencia de evaluaciones que definan la permanencia del maestro, escudado en su mandato legal. Por eso, la manera como quede la abrogación de la reforma educativa va a marcar el sexenio 2018-2024.
El 68 y el 18 actual son movimientos legitimados precisamente porque sus demandas son de vena democrática, responden a problemáticas amplias. Durante tres décadas el grupo tecnócrata en el poder impuso cambios que han deteriorado significativamente las perspectivas para los jóvenes, la posibilidad de acceso a este nivel educativo, la vida libre de acoso y violencia en las instituciones y que han vuelto mediocre la formación y el futuro laboral de millones. Sobre todo en las cada vez más marginadas universidades autónomas. Por eso es necesario suprimir políticas restrictivas del acceso a la universidad, como colegiaturas, exámenes de selección y recortes presupuestales. Todas, impuestas, además, sin la participación de las comunidades. Suprimir también la precariedad del trabajo académico (interinatos, tiempos parciales, becas y estímulos) y de la investigación y difusión, ahora reorientadas a la comercialización y necesidades de innovación empresarial. Avanzar por aquí crearía las condiciones para convertir a las instituciones en espacios incluyentes, democráticos, libres de acoso y violencia. ¿Es esta la ruta del nuevo gobierno para apoyar a la educación superior?
*Profesor-investigador, UAM-Xochimilco