n esta temporada navideña, cuando la cartelera comercial se encuentra dominada por poco más de tres títulos de entretenimiento familiar (Aquaman, Bumblebee o El regreso de Mary Poppins), éxitos de taquilla con un inmenso aparato publicitario, resulta una sorpresa agradable descubrir en la Cineteca Nacional la versión restaurada, en 2016, de un clásico moderno del cine fantástico de animación, la cinta francesa El planeta salvaje (La planète sauvage, 1973), de René Laloux, con personajes y dibujos de corte surrealista a cargo del ilustrador francés, de origen judío polaco, Roland Topor, colaborador artístico de Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky.
Después del colapso del planeta Tierra, algunos pocos sobrevivientes son sometidos por una raza de gigantes azules, de origen acuático, llamados Draags que habitan un mundo fantástico donde el reino vegetal, el mineral y el animal se confunden en formas híbridas y caprichosas. La armonía social parece dominar en ese lejano planeta Ygam, vasto dominio de una raza cuya inteligencia sensorial reposa, en buena medida, en la práctica de la meditación. En los momentos de recogimiento espiritual, la conciencia de cada individuo se desprende de su cuerpo para quedar contenida en un minúsculo doble del mismo ser, dentro de una pequeña burbuja que flota por encima de la fisionomía de su dueño. Cuando Tiwa, una joven draag, se empeña en adoptar a un bebé terrícola huérfano, darle educación y un trato distinto al del resto de esas mascotas salvajes humanas conocidas como Oms, el niño, ahora llamado Terr, crece desarrollando una inteligencia superior que pronto se volverá una amenaza subversiva para quienes le brindaron hospitalidad.
La alegoría social que articulan el director René Laloux y el ilustrador y también cineasta Roland Topor, a partir de la novela de ciencia ficción Oms en serie (1957) del francés Stefan Wul, no ha perdido, casi medio siglo después, un ápice de su pertinencia original y su interés político. Más allá de la encarnación del joven Terr en una suerte de luchador social, un prometeico Espartaco que roba toda la sabiduría de una élite privilegiada, concentrada en una diadema mágica, para entregarla a las mascotas humanas y contribuir a su liberación, la película muestra la naturaleza doble de una raza civilizada, supuestamente pulida por la elevación espiritual, que no ha podido desprenderse de sus prejuicios racistas y mantiene sojuzgadas a las minorías. Se ha mencionado que en esta coproducción franco-checa, que rinde tributo manifiesto al maestro de animación Jiri Trnka (El buen soldado Svejk, 1955), hay una alusión velada a la revuelta antiestalinista de Praga 68. Lo cierto es que El planeta salvaje se inscribe, con toda naturalidad, y a manera de una cinta de culto instantáneo, en el clima de la contracultura de los años 60 y 70, con los referentes plásticos de una sicodelia desbocada, los apremios de una espiritualidad en ruptura con el afán materialista del progreso social y una rebeldía juvenil que avizora y diseña nuevas utopías radiantes. Originalmente Laloux y Topor habían planeado llevar a la pantalla el clásico Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais (cabe imaginar con deleite la variante novedosa a las ilustraciones canónicas de Gustave Doré).
Abandonado el proyecto, por su evidente desmesura, los anfibios gigantes azules de Topor anunciaban ya, con maestría, el bestiario fantástico de nuestro cine más exitoso, también la persistencia del combate de minorías contra las élites liberales más depredadoras. Un estupendo clásico del cine de animación europeo.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional a las 12:15 y 19:30 horas.
Twitter: Carlos.Bonfil1