uede darse por hecho que a los flujos migratorios que pasan por territorio mexicano se ha agregado uno nuevo: el que se origina en países de África subsahariana y pasa por Sudamérica, para luego dirigirse al Norte, por América Central.
En días recientes han llegado a nuestro país decenas de personas procedentes de Angola y de la República Democrática del Congo (RDC). Unas y otras se encuentran ahora en Nuevo Laredo, a la espera de que el gobierno de Estados Unidos atienda sus peticiones de asilo.
En la vecina Guatemala las autoridades detuvieron el pasado fin de semana a ciudadanos de esas naciones y a otros procedentes de Camerún, Afganistán y Eritrea que trataban de dirigirse a territorio estadunidense.
De esta manera, a la condición tradicional de ruta de tránsito para migrantes caribeños (en especial, cubanos y haitianos) y centro y sudamericanos, México agrega la de camino de africanos y asiáticos; así se coloca en el centro de corrientes migratorias mundiales para las cuales, obviamente, nuestro país no está preparado.
Es evidente que las razones estructurales de esos movimientos masivos de población –la marginación, el hambre, la violencia delictiva, la descomposición social, los conflictos bélicos y las persecuciones políticas– escapan por completo a las posibilidades de acción de las instituciones nacionales y las consecuencias de décadas de saqueo e intromisión neocoloniales en diversas regiones del planeta no van a corregirse de la noche a la mañana.
De tal forma, no hay motivo para esperar que los flujos migratorios provenientes del centro y sur de nuestro hemisferio, de África y de Asia, se detengan o se reduzcan.
Tal circunstancia coloca a México ante una preocupante y difícil perspectiva: descartada por razones éticas y hasta legales una estrategia de blindaje de fronteras y persecución de los extranjeros –como lo han hecho Estados Unidos y la mayor parte de los países europeos–, sólo queda la posibilidad de reformular en una nueva escala la nueva política migratoria de libre tránsito, fronteras abiertas y hospitalidad para quienes vienen de paso e incluso para los que deseen permanecer en nuestro país.
Esto último implica un enorme desafío presupuestal, logístico y administrativo, además de que demanda un vasto esfuerzo educativo y cultural para combatir la xenofobia y el racismo enquistados en sectores de nuestra propia población.
Las dificultades para lograrlo no son sólo internas, pues tarde o temprano la aplicación de estos lineamientos generará presiones diplomáticas de Washington para orillar a México a volver a la condición de garita migratoria de avanzada, un lamentable papel que fue aceptado por administraciones anteriores. De cualquier forma, no hay alternativa.
Las instituciones y la sociedad deben prepararse para dar acogida, así sea temporal, a muchos miles ciudadanos de decenas de países, y de otorgarles condiciones de seguridad, salubridad y dignidad; y no hay tiempo que perder pues, de no hacerlo así, se estaría gestando una catástrofe humanitaria en pleno territorio mexicano.