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Vox Libris
Nietzsche
Periódico La Jornada
Domingo 31 de marzo de 2019, p. a12

Tres textos ‘‘inspiradísimos’’ y una selección de largos fragmentos de Friedrich Nietzsche (1844-1900), ‘‘el gran pensador intempestivo’’, sustentan Nietzsche, obra del filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995) y traducción de Pablo Ires. Con autorización de la Editorial Cactus, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto del libro de Deleuze

El primer libro de Zaratustra comienza por el relato de tres metamorfosis: ‘‘Cómo el espíritu se convierte en camello, como el camello se convierte en león, y cómo el león, por fin, se convierte en niño”. El camello es el animal que carga: carga el peso de los valores establecidos, los fardos de la educación, de la moral y de la cultura. Los transporta hacia el desierto, y allí se transforma en león: el león quiebra las estatuas, pisotea los fardos, conduce la crítica de todos los valores establecidos. Finalmente corresponde al león devenir niño, es decir Juego y nuevo comienzo, creador de nuevos valores y de nuevos principios de evaluación.

Según Nietzsche estas tres metamorfosis significan, entre otras cosas, momentos de su obra, y también estadios de su vida y de su salud. Sin duda los cortes son completamente relativos: el león está presente en el camello, el niño en el león; y en el niño está el desenlace trágico.

(…) ¿En qué sentido la enfermedad –o incluso la locura– está presente en la obra de Nietzsche? Ella nunca es fuente de inspiración. Nietzsche jamás concibió la filosofía como algo que pudiera provenir del sufrimiento, del malestar o de la angustia –aunque el filósofo, el tipo de filósofo según Nietzsche, padezca un exceso de sufrimiento–. Pero tampoco concibe la enfermedad como un acontecimiento que afecta desde afuera a un cuerpo-objeto, a un cerebro-objeto. En la enfermedad, ve más bien un punto de vista sobre la salud; y en la salud, un punto de vista sobre la enfermedad. ‘‘Observar como enfermo conceptos más sanos, valores más sanos; luego, a la inversa, desde lo alto de una vida rica, sobreabundante y segura de sí, hundir la mirada en el trabajo secreto del instinto de decadencia, esta es la práctica en la cual más a menudo me he adiestrado…”. La enfermedad no es un móvil para el sujeto que piensa, pero tampoco un objeto para el pensamiento: constituye más bien una intersubjetividad secreta en el seno de un mismo individuo. La enfermedad como evaluación de la salud, los momentos de salud como evaluación de la enfermedad: esta es la ‘‘inversión”, el ‘‘desplazamiento de las perspectivas”, allí donde Nietzsche ve lo esencial de su método, y de su vocación para una transmutación de los valores. Ahora bien, a pesar de las apariencias, no hay reciprocidad entre los dos puntos de vista, entre las dos evaluaciones. De la salud a la enfermedad, de la enfermedad a la salud, aunque solo fuera como idea, esta movilidad misma es una salud superior, este desplazamiento, esta ligereza en el desplazamiento es el signo de la ‘‘gran salud”. Por eso Nietzsche puede decir hasta el final (es decir en 1888): yo soy lo contrario de un enfermo, soy sano en el fondo. Evitaremos recordar que todo ha terminado mal. Pues Nietzsche vuelto demente es precisamente Nietzsche en tanto ha perdido esa movilidad, ese arte del desplazamiento, ya no pudiendo mediante su salud hacer de la enfermedad un punto de vista sobre la salud.

En Nietzsche todo es máscara. Su salud es una primera máscara para su genio; sus sufrimientos, una segunda máscara, a la vez para su genio y para su salud. Nietzsche no cree en la unidad de un Yo, y no la experimenta: sutiles relaciones de potencia y de evaluación, entre diferentes ‘‘yo” que se ocultan, pero que también expresan fuerzas de otra naturaleza, fuerzas de la vida, fuerzas del pensamiento: esta es la concepción de Nietzsche, su manera de vivir. Wagner, Schopenhauer, e incluso Paul Rée: Nietzsche los vivió como sus propias máscaras. Después de 1890, algunos de sus amigos (Overbeck, Gast) llegan a pensar que la demencia, para él, es una última máscara. Había escrito: ‘‘Y a veces la locura misma es la máscara que oculta un saber fatal y demasiado seguro”. De hecho, no lo es, sino solamente porque indica el momento en que las máscaras, al dejar de comunicar y de desplazarse, se confunden dentro de una rigidez de muerte. Entre los momentos más altos de la filosofía de Nietzsche, están las páginas en que habla de la necesidad de enmascararse, de la virtud y la positividad de las máscaras, de su instancia última. Manos, orejas y ojos eran las bellezas de Nietzsche (él se congratulaba por sus orejas, considera las orejas pequeñas como un secreto laberíntico que conduce a Dioniso). Pero sobre esa primera máscara, otra, representada por el enorme bigote. ‘‘Dame, te lo ruego, dame… ¿Qué? Otra máscara, una segunda máscara”.

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▲ Gilles Deleuze.Foto © Raymond Depardon/Magnum/Editorial
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Después de Humano, demasiado humano (1878), Nietzsche prosiguió su empresa de crítica total: El viajero y su sombra (1879), Aurora (1880). Prepara La gaya ciencia. Pero surge algo nuevo, una exaltación, una sobreabundancia: como si Nietzsche hubiera sido proyectado hasta el punto en que la evaluación cambia de sentido, y donde se juzga la enfermedad desde lo alto de una extraña salud. Sus sufrimientos continúan, pero a menudo dominados por un ‘‘entusiasmo” que afecta al propio cuerpo. Nietzsche experimenta entonces sus estados más elevados, ligados a un sentimiento de amenaza. En agosto de 1881, en Sils-Maria, bordeando el lago de Silvaplana, tiene la revelación estremecedora del eterno Retorno. Luego la inspiración de Zaratustra. Entre 1883 y 1885, escribe los cuatro libros de Zaratustra y acumula notas para una obra que debía ser su continuación. Lleva la crítica a un nivel que precedentemente no tenía: hace de ella un arma para una ‘‘transmutación” de los valores, el No al servicio de una afirmación superior. (Más allá del bien y del mal, 1886; Genealogía de la moral, 1887). Es la tercera metamorfosis, o el devenir-niño.

(…) Llega el gran año 1888: El crepúsculo de los ídolos, El caso Wagner, El Anticristo, Ecce Homo. Todo sucede como si las facultades creadoras de Nietzsche se exacerbaran, tomaran un último impulso que precede al hundimiento. Incluso el tono cambia, en esas obras de gran maestría: una nueva violencia, un nuevo humor, como lo cómico en lo Sobrehumano. A la vez Nietzsche erige de sí mismo una imagen mundial cósmica provocadora (‘‘algún día el recuerdo de algo formidable estará ligado a mi nombre”, ‘‘solo a partir de mí existe la gran política sobre la tierra”); pero también se concentra en el instante, se preocupa por algún suceso inmediato. Desde fines de 1888, Nietzsche escribe extrañas cartas. A Strindberg: ‘‘He convocado a una asamblea de príncipes en Roma, quiero hacer que fusilen al joven Kaiser. ¡Hasta la vista! Pues nos volveremos a ver. Una sola condición: Divorciemos… Nietzsche-César”. El 3 de enero de 1889, en Turín, la crisis. Todavía escribe cartas, firma Dioniso, o el Crucificado, o los dos a la vez. A Cósima Wagner: ‘‘Ariadna te amo. Dioniso”. Overbeck acude a Turín, encuentra a Nietzscheextraviado, sobreexcitado. Lo lleva como puede a Basilea, donde Nietzsche se deja internar mansamente. Se le diagnostica una ‘‘parálisis progresiva”. Su madre hace que se lo traslade a Jena. (…) La evolución de la enfermedad prosigue lentamente, hasta la apatía y la agonía.