l Día Mundial Contra el Trabajo Infantil, que se conmemoró ayer, dio lugar a la presentación de las preocupantes cifras que esta problemática alcanza en México: según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 3.2 millones de niños y adolescentes de entre 5 y 17 años de edad se encuentran trabajando, y en entidades como Nayarit o Zacatecas esta situación alcanza a casi uno de cada cinco menores en ese rango de edad. Por su parte, la Mesa Social contra la Explotación de Niñas, Niños y Adolescentes sostiene que 90 por ciento de los menores que trabajan lo hacen en actividades no permitidas, 40 por ciento de ellos no asisten a la escuela, y 30 por ciento de las niñas que realizan labores domésticas lo hacen en condiciones inadecuadas.
No se trata de un fenómeno privativo de nuestro país: según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), 152 millones de niños trabajan en todo el mundo, y casi la mitad de ellos lo hace en condiciones peligrosas o de explotación. En particular, en amplias regiones de África, Asia y América Latina los niños y adolescentes han representado un importante filón para el mercado laboral, el cual recurre a su fuerza de trabajo porque es más barata y se encuentra en mayor desprotección legal que la que enfrentan los adultos.
Por otra parte, si es cierto que algunos de los menores manifiestan realizar actividades laborales por gusto
, como puede ser el caso de los alumnos de bachillerato que desean contar con ingresos extras, no puede perderse de vista que el grueso de este fenómeno tiene su origen en la pobreza y la miseria que orillan a las familias a emplear a sus miembros más jóvenes, así como en las diversas formas de violencia intrafamiliar que obligan a los menores a ganarse la vida por su cuenta.
Ante este panorama, la implementación del Programa Nacional de Becas para el Bienestar Benito Juárez –el cual canaliza recursos federales a todos los niños y adolescentes del país que se encuentren inscritos en escuelas públicas de los niveles prescolar a medio superior– constituye un hecho sin duda positivo, en la medida en que puede contribuir a que los menores continúen sus estudios y no se vean forzados a trabajar por motivos económicos.
Sin embargo, es claro que este programa no basta, por sí solo, para sacar del mercado laboral a todos los niños que se encuentran en él y que debe ir acompañado por políticas mucho más severas para impedir el trabajo infantil o cuando menos acotarlo a su mínima expresión, de tal manera que no afecte las oportunidades de crecimiento y desarrollo de los menores. Más allá de los subsidios del Estado, la sociedad les debe a niños, niñas y adolescentes una política amplia que garantice que sus vidas transcurran en ambientes seguros, entre el estudio y el juego, y no en trabajos que interrumpan su infancia o, peor, en entornos en los que corren el riesgo de ser cooptados por la criminalidad organizada.