a bárbara represión policial y militar lanzada ayer por el régimen de facto boliviano en la planta de combustibles de Sakata, municipio de El Alto, contiguo a La Paz, dejó un saldo aún no determinado de muertos –la cifra oscila entre tres y 10– y decenas de heridos. Los hechos ocurrieron después de que partidarios del depuesto presidente Evo Morales accedieron a desbloquear la planta, que habían mantenido rodeada, con el fin de que una caravana de camiones contenedores cargara combustibles líquidos y gas para abastecer a la capital, que desde hace varios días padece de falta de gasolina y gas debido al bloqueo. De acuerdo con diversos testimonios videograbados, el ataque a la población estuvo apoyado por helicópteros de combate y carros blindados.
Este episodio se suma a la matanza perpetrada el pasado viernes por las fuerzas gubernamentales en la localidad de Sacaba, Cochabamba, donde 10 personas fueron asesinadas por militares y policías; al decreto expedido la víspera por la autoproclamada presidenta Jeanine Áñez en el que de antemano exonera a efectivos de las fuerzas públicas de toda responsabilidad penal por delitos cometidos en acciones de represión; a las numerosas expulsiones de periodistas y al ambiente de encarnizada persecución política en contra de opositores al régimen de facto.
Otro hecho que retrata de manera inequívoca el carácter totalitario de los golpistas bolivianos es su empecinamiento en exigir al gobierno mexicano que violente los derechos de Evo Morales y lo obligue a guardar silencio, para lo cual esgrimen un viejo Tratado sobre Asilo y Refugio Político (Montevideo, 1939) que México nunca firmó y Bolivia no ratificó.
Por más que Áñez y los cabecillas civiles del golpe de Estado cívico militar consumado el 10 de noviembre –el político derechista Carlos de Mesa Gisbert, el empresario ultraderechista Luis Fernando Camacho y otros– han insistido en que el régimen tiene el propósito de convocar a elecciones libres en un breve lapso, la inusitada violencia oficial en contra de los sectores populares, las declaraciones vitriólicas en contra de Evo Morales y el marcado acento racista y clasista en los discursos de quienes controlan en el momento actual las corporaciones armadas prefigura un régimen de abierta dictadura.
El propósito es claro: reducir al mínimo –ya sea mediante asesinatos, por la vía de las imputaciones penales o por medio de la intensa campaña de propaganda calumniosa que se realiza en estos días– el respaldo social al Movimiento al Socialismo (MAS), el partido de Morales, y organizar unos comicios a modo en los que esté garantizado el triunfo de una fórmula oligárquica y neoliberal.
Existe, pues, el designio de llevar a Bolivia a una regresión a los peores tiempos de las dictaduras militares sudamericanas. Ante este escenario de pesadilla, es necesario que el resto de las sociedades de América Latina y el mundo se mantengan al tanto de los sucesos y presionen a sus respectivos gobiernos para que la dictadura embrionaria se vea aislada y repudiada por la comunidad internacional.