on las firmas trilaterales, en torno al nuevo tratado entre México, Canadá y Estados Unidos, el gobierno federal busca crear confianza en el mundo empresarial, de las finanzas y los negocios. Desde luego aquí, pero también en Wall Street, Tokio o Chicago. Tarea fundamental, sobre todo en el neurótico mundo de la alta finanza posgran recesión de 2008 que ahondó su secuela de abatimiento del comercio internacional, la finanza global y el enojo en amplias capas de la población.
Sentimientos de frustración e ira recorren el mundo, muchos lo entienden como populismo que, desde la izquierda hasta la derecha es abono para un profundo desprecio por la política y los políticos, la democracia y sus instituciones, la población foránea y sus interminables migraciones. El mundo ingobernable y al revés.
Una y otra vez a lo largo del año que se va, tanto en los territorios desarrollados como en los que buscan desarrollarse conforme a la pauta y valores del capitalismo occidental, los analistas y algunos dirigentes se preguntan por el destino de la democracia. Régimen que fue decretado bastión institucional de Occidente frente a los fascismos y autoritarismos que asolaron a Europa y retaron a Estados Unidos a todo lo largo de las tres primeras décadas del siglo XX. Desafíos que desembocaron en el desplome de los regímenes liberales de entonces, así como en la caída de las formas predominantes de organización económica y regulación del comercio y los capitales. El patrón oro y el libre comercio dejaron la escena, por fuerza y luego por ley.
Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, fruto indudable de esa circunstancia terrible, la gran propuesta de los vencedores fue no sólo la reconstrucción física de los países afectados por la contienda, sino la reconfiguración de las democracias y de los propios estados nacionales que también se habían desplomado. En el extremo estaba la gran aventura bolchevique.
Hoy, luego de muchos vuelcos y entuertos, las democracias constitucionales afrontan reclamos y retos parecidos. Y es por eso que la pregunta sobre la permanencia de la democracia adquiere sentido y pertinencia. ¿Qué democracia y para qué?, parece ser la cuestión de nuestro tiempo, como lo fue para muchos en aquellos años terribles de la Gran Depresión y los fascismos.
El gobierno que promueve una Cuarta Transformación debería inscribirse en la propia historia del mundo y de México y con humildad admitir que la suya es parte de una transformación global inseparable de las contradicciones profundas de un modo de producción que no parece capaz de generar desde dentro las fuerzas necesarias para su recuperación y legitimidad.
Democracia y capitalismo de nuevo en la picota. Defender a la primera y reformar al segundo, para hacerlo compatible con el verbo y el reclamo democrático, es la gran cuestión de este nuevo tiempo mexicano. Nada de esto se hará si no se toma en serio la centralidad de una cuestión social agobiada por la pobreza y la injusticia, y se sigue arrinconando una pluralidad política apenas estrenada.
Como bien dice Javier Tello en su brillante ensayo en Nexos, de este diciembre: “La democracia moderna necesita adjetivos porque requiere de restricciones (…) en el contexto de una crisis del modelo al nivel occidental, es necesario reconocer que se vale repensar la relación de la democracia con sus adjetivos (…)”.