Recuerdos // Empresarios (CXIX)
aya pregunta…
En la edición anterior un aficionado –no muy ducho que digamos– le preguntó a La diosa rubia del toreo si las broncas pueden ayudar a que se establezca el tan deseado contacto con los tendidos y ella le contestó así: “Sinceramente, creo que no y que son peores los aplausos corteses o los silenciosos desinteresados, ya que éstos son los difíciles de convertir en triunfos. Las broncas pueden ayudar a que se establezca el tan deseado contacto con los tendidos. ¡Cuántas veces es el público el que sacude a un torero y lo despierta en las tardes de pesadilla! Entonces todo cambia. De repente se ven las cosas claras: el toro pasa a tener lidia, la cuadrilla en orden y los banderilleros dejan de parecer superhombres, únicos capaces de dominar la situación. Una bronca, en ciertas circunstancias, hasta puede ser una experiencia deliciosa. Por ejemplo, cuando el torero siente que el público no tiene razón y es injusto. Entonces produce un gran placer la ira de la multitud. El torero siente que la provocó porque quiso y que si le diera la gana la convertiría en ovación. Cabe notar que el mismo torero que hace todo por conquistar a un aficionado, personalmente no tiene ningún inconveniente en molestarlo en la plaza.
“Pero no solamente las broncas o el pundonor del diestro pueden salvar una mala tarde. A veces una cogida consigue lograr el mismo resultado. El torero anda de cabeza, sin conseguir nada, entre la indiferencia de la multitud, que él sabe no se convencerá con media docena de muletazos al toro que le tocó en suerte. Inesperadamente, surge la cogida aparatosa. Es bastante. El público vibra y el torero lo siente. Sabe que conmovió a la gente y que –aunque fuera por unos instantes– la ha sacado de la indiferencia. El torero se crece, pierde el miedo y se arrima o, mejor diré, se arrima y pierde el miedo, y el triunfo que parecía imposible se vislumbra. Es curioso reparar cómo una cogida puede darle al torero tanta confianza. Es como si el toro, visto tan de cerca, perdiera importancia.
“Acabada la tarde, el torero siente una vaga nostalgia de los momentos pasados. No lo reconoce porque está ofuscado con las palmas y la exaltación, pero la nostalgia está ahí. Es el sentimiento que lo llevará a nuevos triunfos, la inquietud que lo hará volver a los ruedos extemporáneamente, la tristeza que lo acompañará el día en que se vea alejado de los toros.
“Al regresar por el callejón, en camino al hotel, al torero sólo desea quitarse la ropa húmeda, que parece haberse estirado y caer sin gracia. Si la tarde fue buena, va gozando anticipadamente de la admiración de la gente, de la alegría de los amigos y la tristeza de los otros. Si no hubo suerte, saldrá con rabia y ganas de que los días pasen de prisa para que la gente no tenga tiempo de comentar la mala tarde antes de volver a verlo torear.
Al pasar por la puerta de cuadrillas no se siente nada. Sólo se nota el desagradable olor de la sangre. Los pencos, cumplida su misión, ya sin su grotesca indumentaria nos miran tristemente. Apenas se mueven los carniceros y algunos perros que entran quien sabe cómo. Las mulillas, desenjaezadas, no tienen gracia alguna. Vuelan papeles sucios, ruedan botellas vacías y el cartel del día, colocado sobre la entrada de la plaza, parece de hace 20 años. El público, pensando cada cual su vida, se retira lentamente.
“–¿De dónde vienen?
“–...De los toros.
Unas horas más tarde, parte un auto grande sobre cuya baca va el inconfundible bulto de una espuerta. Son los toreros que entre comentarios y bromas, siguen su destino, detrás de sus sueños de juventud. Viajarán toda la noche y sólo Dios sabe lo que les traerá la aurora.
“LAS DESPEDIDAS LIMA, ECUADOR, CARACAS Y COLOMBIA. Dicen que no son tristes las despedidas. Dile al que te lo dijo que se despida.
“Mas, si son tristes, en ninguna parte lo son tanto como en México. Cada aurora que me prometía volver a ver personas queridas, me traía a la par de esa alegría, la pena de decir adiós a gentes y lugares que aprendiera a amar. Pero en ninguna parte, repito, se sienten tanto las despedidas como en México. Y esto se debe en mí, por lo menos en parte, a la maravillosa música de Las Golondrinas.
“Yo estuve en el Toreo, la tarde que se despidió Pepe Ortiz de los toros y en el tendido, a mi lado, vi llorar indistintamente a hombres y mujeres.
“En el centro del ruedo estaba el torero y sobre él circulaban palomas que lanzaban desde el tendido. Su misión cumplida, el matador agradecía, montera en mano, las palmas aquella y de todas las tardes de su vida. Sus negras zapatillas reposaban juntas muy quietas y por última vez, sobre la arena dorada, tantas veces teñida de grana por su propia sangre. Entre los negros cabellos del diestro, el sol adivinaba reflejos de plata y la sonrisa que partía de sus labios recordaba más bien un gesto de dolor. Lágrimas iluminaban sus ojos, reflejando en ellos un mundo de recuerdos: quizá sollozos de su primer fracaso o el sabor de su primer triunfo. Y gota a gota, conforme caían las lágrimas del torero se refugiaban entre la seda y los caireles de su traje y el sol y la arena del ruedo.
“Entonces la banda rompió la tarde con la bella y suave melodía de Las Golondrinas y todos sentimos que el drama llegaba a su auge.”
(Continuará) (AAB)