l año 2019 será recordado como el de la emergencia migratoria. En enero se contabilizaron 40 mil migrantes aprehendidos en la frontera de Estados Unidos, en mayo fueron 140 mil y en noviembre el flujo volvió a su cauce normal, 40 mil.
La crisis migratoria viene de antes, de 2014, cuando los migrantes centroamericanos descubrieron resquicios legales para acogerse a la figura de refugio en Estados Unidos, especialmente si eran menores de edad o familias. Varias disposiciones legales obligaban a liberar a las familias migrantes y menores después de 20 días de ser detenidos (caso Flores vs Reno).
Se inauguraba un nuevo patrón centroamericano de migración familiar, infantil y juvenil, en vez de la tradicional migración laboral. Las crisis, calificada por Obama de humanitaria se resolvió por la vía pragmática, se liberaba a los solicitantes de asilo para que fueran acogidos por sus familiares o su comunidad de origen y se les iniciaba un proceso judicial. Esto condujo a otra crisis, la saturación del sistema judicial encargado de asuntos migratorios, lo que dilataba las citas a meses o hasta años.
Al mismo tiempo, se recurrió a la consabida presión al gobierno mexicano para que se hicieran labores de contención y deportación de centroamericanos. Y, como es tradición, se formó una comisión ad hoc, la Coordinación para la Atención Integral de la Migración en la Frontera Sur. El principal objetivo fue cancelar la posibilidad de que los migrantes pudieran viajar en La Bestia (tren), lo que hacía muy visibles a los migrantes; del resto se encargo el Inami, al incrementar notablemente las deportaciones de centroamericanos.
Un segundo momento de tensión se dio en 2016 con la llegada de miles de haitianos que venían de Brasil y que se dirigían a Estados Unidos. A este flujo se sumaron cientos de cubanos que quedaron varados en la frontera. Y el gobierno mexicano tuvo que doblar, otra vez, la mano y el Inami, se encargó de hacer listas de espera y repartir fichas para ordenar el flujo de los que querían cruzar y solicitar audiencia para refugio.
Finalmente, en 2018, al gobierno de Enrique Peña Nieto le tocó sortear la crisis de la caravana hondureña de octubre. Un fenómeno desconocido en cuanto a su dimensión, notoriedad, capacidad de presión y organización; inédita también fue la solidaridad de la población y el despertar de la xenofobia, especialmente en las redes sociales.
Hay muchas hipótesis y teorías conspirativas sobre lo que está detrás de esta caravana: la selección de la fecha sin duda tuvo un impacto político en las elecciones intermedias de Estados Unidos y favoreció la retórica de la invasión fomentada por Trump; también hay puntos oscuros en la férrea determinación de los dirigentes de conducir a toda la caravana hasta Tijuana, el punto más lejano y a la vez más custodiado de la frontera, lo que generó caos en la ciudad y represión por parte del gobierno de Estados Unidos. Finalmente, hay opiniones encontradas sobre el principal grupo promotor de la caravana, la organización Pueblo Sin Fronteras.
Hay que añadir la incapacidad de Trump para solucionar el problema migratorio, de nada valieron sus órdenes ejecutivas, no tenía presupuesto para construir el muro y no había modo de hacer reformas legislativas para frenar las demandas de asilo. Ni siquiera la violencia ejercida con la separación de familias le dio resultados.
A este escenario se enfrenta la 4T en diciembre. Y en la primera reunión con funcionarios de Estados Unidos sobre el tema migratorio, el nuevo gobierno cede a las presiones y acepta la devolución de migrantes centroamericanos que solicitan asilo y deben esperar a una segunda audiencia, el llamado Protocolo de Protección a Migrantes, que irremediablemente crearía problemas en la frontera norte.
Por su parte, en la frontera sur de México, se aplica un nuevo paradigma
de política aperturista, calificada de humanitaria, que otorga libre paso a las sucesivas caravanas que llegan de Centroamérica y a la que se suman migrantes haitianos, cubanos, sudamericanos y extracontinentales.
Se había creado la tormenta perfecta, un tercer efecto llamada
a los dos prexistentes. El primero corresponde a Estados Unidos, su política restrictiva y represiva, que impide la reunificación familiar de migrantes en situación irregular y cierra las vías a la migración legal. Por tanto, el único recurso disponible es cruzar la frontera, esperar que los atrapen y pedir asilo. Desde 2014 este factor de atracción ha operado de manera constante.
El segundo efecto llamada
lo crean los propios migrantes, los radicados en Estados Unidos que pusieron el ejemplo y que financian muchos de los viajes y el pago de coyotes. Y también los potenciales migrantes que se suman a la bola
y aprovechan la oportunidad. Todo esto fue posible y dinamizado por las redes sociales y, obviamente, las pésimas condiciones de vida en los lugares de origen, que operaron como factor de expulsión.
El tercer efecto llamada
lo provocan los anuncios de AMLO de que en México hay trabajo para todos, incluidos nuestros hermanos centroamericanos y su política aperturista de visas humanitarias, propiamente visas de tránsito, para ir a Estados Unidos a solicitar asilo.
Todo esto explota en los primeros días de junio, cuando Trump, encuentra la excusa perfecta para presionar a México y chantajearlo con poner aranceles.
Ahora, como balance de fin de año, se anuncia el éxito de las medidas de contención. Todo esto se podría haber evitado.