i uno se para en el andén que sea del Metro y permanece allí un rato, lo que verá es un río pasar. Un río de gente que fluye y corre, por increíble que parezca a ciertas horas. Tarde o temprano embarcaremos, que para eso se arrima uno a sus riberas. Millones de personas tripulan sus naves-vagones (los londinenses lo llaman El Tubo
) cada día. En la rutina del ir y venir al trabajo, la escuela, la vendimia, el ocio, los polos de la desesperación, la joda, la vida, tales viajes (un viaje
, decían los primeros boletos de a peso 50 años atrás, y uno pensaba en el LSD) siguen la fijeza de su ruta y son también ruleta caprichosa donde, en medio de la repetición cotidiana, cualquier cosa puede ocurrir, como en las artes combinatorias que con encanto y riesgo jugara Julio Cortázar en el Metro de París.
En este mundo subterráneo han transcurrido largo retazos de las jornadas de Beatriz Zalce desde estudiante, y, a fuerza de tanta ronda, un día comenzó a tomar nota de lo que observaba. Porque en medio de la monserga de los viajes, Beatriz se venía fijando, una veces sin darse cuenta, otras con fascinación atenta. Y de ese espacio inacabable y eléctrico acabó comprimiendo centenares de estampas en una galería que, como el agua, adopta la forma del vaso que la contiene: Historias del Metro (Editorial Lectorum. Un paseo por los libros. México, 2019).
Novela en el modo de La feria, de Juan José Arreola, crónica coral como La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska (autora del prólogo y resulta que hasta pariente de Beatriz), galería de tipos y malafachas en la tradición de Los piratas del bulevar, de Hilarión Frías y Soto, o mejor, de las sucesivas series de Los mexicanos pintados por sí mismos, del propio don Hilarión, Ricardo Cortés Tamayo y José Joaquín Blanco. Ya no están el tlachiquero ni la aguadora, pero sí los pregoneros de tecnología minimalista, medicinas milagrosas, juguetes chinos, caramelos, o ciegos que cantan, sordomudos, faquires y tullidos.
Visto en su conjunto, el Metro es un lienzo del viejo Brueghel, un muestrario de la humanidad que existe. Voces, historias, rostros, olores y escenas van creando un continuum abigarrado y extrañamente armónico entre amores, pleitos, tragedias, agresiones sexuales de lamentable patetismo, paredes ilustradas, saltimbanquis, policías, la mujer que trapea o la que fue conductora de convoy y se las sabe todas. Conviven mitos urbanos con los datos duros. Reportera y un poco historiadora, Zalce intercala en su telar hipnótico los orígenes del Sistema de Transporte Colectivo, los intríngulis del gobierno de Díaz Ordaz para construirlo, con la figura patriarcal y férrea del atávico regente Ernesto P. Uruchurtu a trasfondo, cual fantasma de una ciudad que ya no existe. Los hallazgos arqueológicos que cambiaron nuestra memoria histórica al agujerear el Centro Histórico. Los artistas que decoraron estaciones. Arrancan las historias con aquellas cándidas visitas guiadas para familias en los días previos a su inauguración en 1969, y se va de largo a través de cinco décadas cada día más tumultuosas y apocalípticas. A la manera de los murales que decoran ciertas estaciones, el libro suelta todo de un tirón y hay que tomar aire. Todo
lo que cabe en 200 páginas, que pudieron ser mil.
Sirvan las Historias del Metro para radiografía de nuestro avatar, de los avances y retrocesos en la vida comunitaria, las circunstancias de humillación, hostigamiento y violencia contra niñas, jóvenes y señoras, que obligarían al establecimiento de vagones exclusivos para ellas, así como otras medidas de protección y segregación preventiva.
Sus tres rutas iniciales hoy suman 12 que, con una red de trenes ligeros y terminales de transporte público, conforman la red neuronal más amplia y mejor organizada de nuestra ciudad y sus alrededores (si éstos acaso existen todavía). Nos volvimos viajantes especializados y eficaces; antes leíamos periódicos deportivos, revistas, libros, pasquines; hoy, al borde del autismo y en mayor número, leemos o nada más miramos pantallas celulares, cada quien en lo suyo. Lentos, apurados, cansados, relajientos o perseguidos, fluimos sin chocar en muchedumbre al puro roce, sin mirar aguantamos apretujones en el Pantitlán de Escher, atorones eternos en la Línea 3, nos ladeamos en la 12, caminamos estoicamente las correspondencias de La Raza, Chabacano o la árida Atlalilco.
Durante años, los ojos y oídos generosamente abiertos de Beatriz Zalce han observado este inframundo de horror, tedio y maravilla. Ahora viene y, parafraseando a David Bowie, nos lo cuenta de estación en estación.