apizaron las redes sociales desde el mismo domingo después de ver y oír el solitario discurso presidencial desde Palacio Nacional. Ayer y hoy aparecen en los medios masivos de comunicación sus agresivos reclamos, acompasados con las acostumbradas condenas terminales. Los hombres y mujeres, autodesignados como responsables, hacen patente su serio disgusto con lo que oyeron. Sus múltiples voceros, prontos y corajudamente dispuestos, lanzaron su artillería pesada: fue una decepción el contenido vertido por el solitario de palacio. Las cuentas para demostrar la inviabilidad de la terca postura oficial anunciada surgen de inmediato. El cambio de ruta, ahora visto en relieve concreto, hiere y alerta a los que mandaban antes. Se dijo el domingo y se refleja en la manera abierta y precisa que los pocos recursos disponibles se canalizarán de manera distinta al pasado. Ahora se irá al encuentro de los que lo necesitan con urgencia y justicia para sobrevivir.
Ahora no habrá más de lo mismo, de lo acostumbrado: los haberes públicos no serán para las minorías ni para los acomodados apoyadores que los sostienen con sus forzadas razones, habilidades retóricas, dogmas y fingidas demostraciones de lo razonable. La aparentemente desprendida petición de solicitar diferimientos de impuestos para las medianas y chicas empresas implica, después y de nueva cuenta, desatender a los desamparados. Ocho millones de viejos, otros tantos millones de jóvenes sin empleo ni estudios, microempresas, productores y sembradores del campo, pescadores y demás sujetos olvidados.
Andrés Manuel López Obrador hizo y mostró su cuenta: 22 millones de personas en total. A esos se debe tener como prioridad ineludible. Endeudar al país para dar seguridades grupales, mitigar la protesta y apoyar, como rutinariamente se ha hecho, a las empresas grandes y medianas, implica caer en la perversa ruta de la concentración bien conocida y experimentada.
Ahí, en Palacio, se vio a un mandatario solo, es cierto, pero con masivo respaldo de mexicanos. Se paró ahí para decirles que, tal y como lo prometió en campaña y una y mil veces en su largo recorrido por el país, les reitera su compromiso con el pueblo y, después, también con el pueblo. No será de otra manera desde que se triunfó en las urnas. Ahora son, esos excluidos, los principales beneficiarios de los haberes colectivos. No más tinglados diseñados para el beneficio de los poderosos, que supieron aprovechar cuanta circunstancia hubo, para sacar de ello un provecho personal.
En esta solemne ocasión oímos a un hombre, como gobernante, decidido a llevar a cabo lo que juzga justo a pesar de la pandemia que aqueja. No hay engaño alguno sino total congruencia. Por tanto, tampoco cabe la decepción, a menos que se esperara algo ambicionado y seguro. Ahora se refuerza la confianza en que, aun en circunstancias difíciles, no se modificará el rumbo trazado, tampoco el contenido de los programas y, menos aún, se cambiará de sujetos a los que habrá de privilegiar.
Desde el inicio de este gobierno se le han enderezado contra todos los esfuerzos propagandísticos del régimen anterior. Se pretende por todos los medios disponibles prolongar la elitista usanza acostumbrada. No se ha detenido ni por un momento la presión sobre el mismo Presidente y sus políticas de gobierno. Las bien entrenadas voces, imágenes y escritos opositores no dejan pasar oportunidad, por minúscula que sea y abundar en la disputa. La avalancha difusiva, previa a esta recia, decidida, toma de postura presidencial, fue abrumadora. Desplegados de notables, entrevistas a especialistas, reportajes de lo que han hecho y dicho otros consagrados, precisamente esos que manejan los centros del poder actual. Coincidencias por doquier para inducir, de nueva cuenta, al poder político, a que claudique de sus obligaciones y deberes para con aquellos que siempre han perdido.
El debate ha dado un paso adicional: se sugiere (y hasta exigen algunos) la deposición de AMLO. O se atiende el llamado empresarial o sobreviene el caos en la forma de una depresión económica profunda. Predicen caída de 7 por ciento del PIB y una catástrofe en el empleo. Lo cierto es que esta pandemia ha puesto de relieve la maligna y hasta perversa costumbre, santificada por la tecnocracia neoliberal, de ir desinvirtiendo en salud y, por extensión, en todo el bienestar colectivo.
Sin instrumentos de inteligencia que previeran seguras pandemias venideras se dejó a la sociedad en la oscuridad y el desamparo criminal. Ahora se tiene, no sólo en México, sino en España, Italia y en especial en el vecino y poderoso país, un aparato de salud desarticulado, ineficiente y caro. Las denuncias de faltantes de médicos, especialistas, equipo, capacidad organizativa y previsora y demás ingredientes indispensables, no se debe sino a la política depredadora y concentradora llevada como estrategia de Estado. Alimentarla, como de costumbre, sólo hará más grave la situación actual.