l secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), António Guterres, advirtió ayer que la pandemia de Covid-19 se está convirtiendo con rapidez en una crisis de derechos humanos
en la medida en que diversos sectores políticos y sociales responden a la propagación del coronavirus con crecientes etnonacionalismo, populismo, autoritarismo, así como con una reacción contra las garantías individuales. Como ya había denunciado antes el organismo multilateral, en algunos países esta reacción cobra un carácter estatal en tanto la emergencia sanitaria puede ofrecer un pretexto para adoptar medidas represivas con propósitos no relacionados con la pandemia
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Lo cierto es que la mera presencia de ésta en la vida cotidiana de un porcentaje amplio y creciente de los habitantes del planeta supone en sí misma un descalabro significativo, no atribuible a factor humano, para el ejercicio de garantías básicas como el derecho al libre tránsito, al trabajo, a la alimentación, al ingreso digno, al sano esparcimiento y, de manera evidente, a la salud. Tal es la situación de millones de personas enfermas, de quienes guardan cuarentena a la espera de que resulte prudente volver a las calles y de quienes, sin haber renunciado a las actividades mediante las cuales ganan su sustento, ven drásticamente reducidos sus ingresos.
A ello debe sumarse que la pandemia, como otros desastres de origen natural, deja al descubierto graves falencias de las sociedades contemporáneas; en particular, las atroces desigualdades en materia económica y el deterioro del tejido social. En el primer caso, la solvencia económica de los ciudadanos deter-mina su capacidad para ponerse a salvo del contagio mediante el confinamiento en sus hogares, pues, en términos generales, las personas de amplios recursos pueden recluirse con la razonable certeza de que una vez pasada la crisis podrán retomar su estilo de vida; pero quienes ya se encontraban en condiciones de precariedad no pueden aislarse sin verse privadas de todos sus ingresos. Por su parte, la noticia de que en algunas naciones europeas la mitad de los fallecimientos por Covid-19 han ocurrido en instituciones de cuidados de larga duración para ancianos (los popularmente llamados asilos) es un recordatorio del estado de abandono en que se encuentran las personas de la tercera edad, en general, y los residentes de dichas instalaciones, en particular. A su vez, la situación de los ancianos es un botón de muestra de la disolución del tejido social producto de una modernidad mal entendida.
Resulta deplorable que individuos y gobiernos agraven el trance que supone la emergencia al emplearla como justificación para exhibir conductas anticívicas e incluso criminales. Éstas abarcan a las citadas por la ONU, así como los actos de racismo, xenofobia, discriminación, coerción y represión, algunas de cuyas manifestaciones más odiosas e irracionales se hallan en el señalamiento de algún grupo étnico como portador de la enfermedad, en los ataques contra el personal de las instituciones de salud o en el uso de la coerción para imponer las medidas preventivas de distanciamiento social. El reforzamiento de la militarización y la videovigilancia por el gobierno de Donald Trump de la frontera que Estados Unidos comparte con México merece una mención especial como ejemplo de medidas represivas con propósitos no relacionados con la pandemia
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De no atajarse estas expresiones de violencia e ignorancia, será inevitable que la doble crisis sanitaria y económica que ya enfrenta la humanidad se convierta en un auténtico desastre social de duración y alcances imprevisibles. Cabe esperar que ciudadanos, gobiernos, iniciativa privada y sociedad organizada pongan manos a la obra con la finalidad de restañar el civismo vulnerado por la irresponsabilidad o la inconsciencia de algunos.