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Escondidos y por los rincones

La condesa de la Condesa

C

osmopolita, bohemia, alternativa, incluyente y nice son adjetivos que comúnmente se relacionan con la colonia Hipódromo Condesa, sitio que hace unos 30 años, sin estar completamente en el olvido, sufrió una época de decadencia, pero que resurgió para convertirse, como fue planeado en sus orígenes, en lugar de residencia de personas con alto nivel adquisitivo que, muy bien, combinan con el nombre de la colonia que alude a dos conceptos por demás fifís.

Hipódromo, debido a que a inicios del siglo XX el hipódromo de Peralvillo dejó de funcionar para dar paso a una nueva pista ecuestre cuyo trazo aún sobrevive en la avenida Ámsterdam, de ésta, la Condesa, una de las colonias con mayor movimiento en el mundo, y que rinde honor en su nombre a la antigua dueña de los terrenos que hoy la ocupan, María Magdalena Catarina Dávalos de Bracamonte y Orozco, tercera condesa de Miravalle y descendiente de Moctezuma Xocoyotzin, quien, al igual que los hoy paseantes en los parques y avenidas sobre las que fueron sus tierras, tuvo fama de elegante, de pertenecer a los más altos círculos sociales y de ser anfitriona de excelsas recepciones en las que no faltaban los más deliciosos manjares ni las más exquisitas y embriagantes bebidas, así como tampoco las carcajadas, música o diversión, y a las que estaban invitados los personajes más influyentes de la Nueva España.

La tercera condesa de Miravalle nació en la Ciudad de México el 2 de junio de 1701, heredó, entre mucho más, la hacienda de Tacubaya, Santa María del Arenal, cuyos dominios salían de aquel pueblo e incluían lo que después se llamaron colonias Hipódromo Condesa y Roma. Se casó con un español de nombre Pedro Antonio Trebuesto Alvarado y Llano; 15 años después enviudó, y tuvo ocho o nueve hijos. Alrededor suyo existen historias y leyendas tan extensas como contradictorias, pero lo que se sabe con certeza es que desempeñó con entereza e inteligencia el papel de viuda aristócrata.

Se dice, tanto que era hermosa como horrenda, cosa que no podemos descifrar debido a que no existe retrato suyo, algo difícil de concebir dado que una dama de su notoriedad debió haber realizado el encargo de, al menos, una veintena de ellos. Y así fue, pero sobre sus retratos se dice que fueron echados al fuego, después de su muerte, por enemigos, que varios deben haber sido debido al poco ortodoxo estilo de vida que para aquel entonces llevaba, pues de carácter fuerte, la noble criolla jamás permitió abusos y, para escándalo de muchos, gustaba de jugar en terrenos a los que sólo los hombres estaban invitados.

En 1729, para un concurso literario en el contexto de la celebración de la canonización de Sor Juana Inés de la Cruz, la Condesa de Miravalle escribió una canción de cuatro estancias que le hizo ser ganadora de un premio. Más tarde, tras las muerte de su esposo, se sintió aliviada en más de una manera. Primero, dejó el casi permanente estado de embarazo que tuvo desde el inicio de su matrimonio, y después, metió orden a la pésima administración e infortunadas inversiones que, con recursos y propiedades suyas, su esposo, y posteriormente su padre, mermaron el patrimonio familiar.

La condesa de Miravalle se fajó el vestido y se mostró decidida a no repetir los errores de los hombres a los que estuvo ligada por tanto tiempo y que tan malos resultados dieron; salió adelante gracias a su ingenio y arrojo; logró administrar adecuadamente, en un mundo de hombres, sus muchas propiedades, casó a algunas de sus hijas con personajes influyentes, como Pedro Romero de Terreros –quien además de yerno fue su socio–, y cabildeó en las cortes virreinales para colocar a sus hijos en buenas posiciones.

La condesa no se dejó de nada ni de nadie, y como prueba de ello está el atrevimiento a reclamar, bajo amenaza de excomunión, la herencia que su tío, Francisco Orozco y Tovar, dejó a la catedral de Valladolid –hoy Morelia–. Sobre su vida privada se cuentan muchas cosas, y pocas de ellas pueden confirmarse; se dice que tuvo amoríos con un sacerdote –su confesor–, que sus fiestas podían durar hasta dos semanas de excesos carnales y que embrujaba a los hombres. Se suman más acusaciones que, también, parecen provenir de envidias y no de hechos.

Considere, estimado lector, que si en la actualidad, lamentablemente, se difama a mujeres que destacan en el ámbito en el que se desarrollan –nada más por eso–, cómo sería hace unos 300 años en la Nueva España, donde la sociedad virreinal lapidó, mediante la calumnia, a una mujer que sola se convirtió en matriarca de su familia, administró riquezas, consiguió acuerdos, peleó en tribunales, fue dueña de su vida, de su cuerpo e, inconcebible para la época, de sus decisiones.

Actualmente, la colonia Condesa, aunque muchos no saben, rinde con su nombre honor a una mujer que no sólo fue la dueña de los terrenos en los que hoy se ubica, sino que, adelantada a su tiempo, abrió brecha a las mujeres de la Nueva España al exigir su derecho a llevar a cabo labores, hasta entonces, reservadas para hombres.