n nuestro primer encuentro, a principios de 1980, varias cosas me impactaron en Mercedes Barcha: sus ojos de buceador, su elegancia soberana, la prudente y delicada distancia que mantenía de los recién llegados. Y en nuestros encuentros siguientes se consolidaron en mi alma la imagen de una fortaleza humana, dueña de un humor refinado, una dignidad superior, una generosidad cariñosa, bien como una indiferencia olímpica con la fama de su compañero, Gabriel García Márquez, a menos que alguien quisiera hacer uso de esa fama en beneficio propio. Cuando se daba cuenta de ese tipo de abordaje, se hacía leona.
Fuimos amigos a lo largo de 40 años. Y cuando digo fuimos, me refiero a Martha, mi compañera de medio siglo, y Felipe, nuestro hijo.
Siempre que iba a su casa llevaba un Chablis para Gabo y flores –girasoles– para ella. Que era un puro girasol, alrededor del cual la luz se esparcía en nuestras vidas.
Muchísimas veces el Gabo, con su humor caribeño, decía que los dos vivíamos parejas en régimen parlamentarista: éramos jefes de Estado, pero Mercedes y Martha eran jefas de gobierno.
Nada más justo: de no ser por ella, él no habría logrado hacer la mitad de lo que hizo.
Llevaré conmigo para siempre el cariño de Mercedes, que trataba de cuidarme en los mínimos detalles, bien como a Martha y Felipe.
Éste no es un texto periodístico: es una carta de despedida cargada de afecto por una amiga extraordinaria, a quien yo regalaba girasoles y ella me regalaba cariño.
Dejo mis abrazos a Rodrigo, que cuando niño yo llamaba Bucanero, y a Gonzalo. Y a sus hijos, que eran la alegría de Mercedes y del Gabo.
Hasta siempre, querida amiga. Hasta siempre.