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El salón Los Ángeles es patrimonio
E

ntre las numerosas cartas enviadas por los lectores de La Jornada a propósito del artículo La rumba es cultura (14/8/20) –gran parte de ellas muestra de agradecimiento y admiración, de quienes fueron sus alumnos, hacia Froylán López Narváez–, recibí un conmovedor mensaje de Miguel Nieto, propietario del salón Los Ángeles.

Leí con mucha atención tu artículo sobre Froylán, la rumba y el salón Los Ángeles, me escribe con su calurosa franqueza. “En efecto, el movimiento que iniciamos varios en 1976, bajo la dirección de Froy y el lema La rumba es cultura tuvo su culminación en 2014, cuando Cuba logró que la rumba fuera declarada por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés) patrimonio cultural de la humanidad. Te agradezco tus comentarios y recuerdo con alegría cuando te conocí en compañía de mi compadre Froylán, con quien he compartido muchos momentos de contento a lo largo de más de 40 años de amistad, y quien tuvo a bien presentarme con muchos de mis actuales amigos, algunos sus ex alumnos, otros sus compañeros de trabajo y otros conocidos de la vida…”

Azar objetivo como siempre con la suerte, el filósofo, autor de varios libros y principal especialista del surrealismo, Georges Sebbag, me escribió a propósito del mismo artículo las siguientes palabras que traduzco del francés: Leí con gran placer este texto de fondo, que hace la separación entre una cultura popular auténtica y el raro revoltijo desabrido que se nos fabrica a lo largo del día y el cual no posee ni el aroma de la cultura ni un gestual anclado en el pueblo. ¡Viva la rumba!

La coincidencia de fondo entre dos textos separados por el océano Atlántico lleva a preguntase qué es la música popular: ¿qué significa una cultura popular? Como siempre, una interrogación esencial que busca una respuesta verdadera no puede sino proponer una nueva pregunta. Ecos y resonancias que obedecen al ritmo de los latidos del tiempo.

Desde épocas remotas, los aedas cantaban las gestas acompañados por sus liras a la vez que danzaban para representar las hazañas de héroes y semidioses. Personajes emanados de las leyendas populares, historias narradas aquí y allá, recogidas por estos músicos y poetas ambulantes que enriquecían sus cantares con los relatos populares de epopeyas nacidas de los mitos. Así, después de siglos de transmisión oral, terminarían por brotar La Ilíada y La Odisea. De la misma manera, La Chanson de Roland, poema fundador de la literatura francesa, en sus primeros tiempos fue recitado por los trovadores que acompañaban a los peregrinos que iban a pie hasta Santiago de Compostela.

Ejemplo tomado de otra cultura: basta tener la suerte de mirar y escuchar en la plaza Djema el Fna, en Marruecos, a un cuentista rodeado por un numeroso gentío, reunido con respeto, escuchándolo narrar un cuento, para comprender entonces cómo pudo nacer otra obra única: Las mil y una noches.

Nacidos de la auténtica cultura popular, Pedro Páramo y Cien años de soledad tocan un fondo ancestral de nuestra memoria colectiva. De estas obras maestras emana, por instantes, el espíritu del pueblo. Entre sus líneas aparece, envuelto en su misterio, eso que somos. Nada qué ver con una literatura populista, para no decir populachera, estilo Corín Tellado, donde se repite el mismo relato cuya pobreza sólo empobrece la imaginación.

Al escuchar la música de una rumba, un danzón, oímos también otros ecos: sonidos que son recuerdos y que, acumulados en estratos por el tiempo, forman parte de nuestro espíritu. Por eso, tal vez, canturreamos en la mente esa música donde desfilan las imágenes inolvidables de un mercado de flores, una calle empedrada, los aromas del melón y la sandía, un cuadro de Tamayo o los alcatraces de Rivera.

Los muros y el espacio del salón Los Ángeles están impregnados de esta música que es nuestra memoria. Para proteger este recinto, donde está viva nuestra tradición, debemos luchar para que sea declarado patrimonio cultural por la Unesco.