Domingo 30 de agosto de 2020, p. a12
Malinche, la novela histórica más reciente del escritor José Luis Trueba Lara (Ciudad de México, 1960), editada por Océano, explora la vida de esa mujer nacida en Veracruz, que fue vendida a unos mercaderes y esclavizada, y que sobrevivió la Conquista. En su exploración del personaje, el autor creó una historia provocadora sobre la caída del imperio azteca y los albores de la Nueva España. Malinche es un novela sobre el ingenio y el valor de una mujer que cambió la historia. Con autorización de la editorial, ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del libro
El Descarnado se acerca sin que nadie pueda notarlo. Cuando llega la noche y se mete en los cuartos, los tablones del piso no rechinan para anunciar su presencia. Sus pasos son como las sombras, como el vaho de los diablos que se arrastra sin que nada pueda detenerlo. Él es el único todopoderoso, el que siempre gana, el que a todos se carga. A la hora de la verdad, nadie puede oponérsele. Los colibrís disecados y los cascabeles que los hombres búho le arrancan a las serpientes se vuelven ceniza al sentir su aliento espeso y garrudo. Delante de él no pueden llamar a los rayos ni espantar a los enemigos con el recuerdo de su veneno. Por más que quiera, no puedo verlo, pero sé que está mero enfrente de mí. Apenas nos separan unos pasos y sus cuencas vacías están fijas en el último paso de mi destino. La oscuridad que me perseguía me alcanzó sin que pudiera meter las manos ni ofrecerle mis caricias. Él no es como los que fueron mis hombres, al Huesudo no le bastan mis labios ni mi carne.
Él sabe que la raya de mi vida está a punto de acabarse y que su lengua afilada recorrerá mi cuerpo. Antes de que me muera, mi parte seca se humedecerá con las babas que jamás florecerán. El Descarnado viene por mí y no hay manera de evitar que se trague mis almas para zurrarlas a mitad de la nada. Los hechiceros me señalaron con la mirada de los tecolotes y el hilo de mi existencia comenzó a desgarrarse. Yo tengo la más negra de las enfermedades y apenas puedo esperar la llegada de la mala muerte que se lleva a los malditos para condenarlos por lo que resta del tiempo.
No importa lo que digan los ensotanados que hablan mal las palabras bonitas, ahora sé que los viejos sacerdotes jamás mintieron: la muerte no se anuncia con las trompetas de los ángeles ni con la luz que brota de las nubes, su figura no puede ser sentida por los que tienen la vida por delante, y su hediondez se disimula con la peste que se mete entre las rajaduras de los postigos que enceguecen las ventanas. Desde que los teules ganaron, el Huesudo sabe que el calor se ensaña con los orines que terminan regados en la calle. El Dios Calaca siempre tortura a los que alguna una vez tuvimos las narices limpias, a los que nos cubríamos el rostro con un ramo de flores para no sentir el olor de la sangre y la podredumbre que alimentaban a los amos de todas las cosas. El Siriquiflaco necesita obligarnos a recordar la pestilencia que se pegaba al cuerpo de los blancos y nos penetraba como si fuera un cuchillo.
Ahora lo sé. La memoria me dará el último latigazo antes de que la vida se apague en mi carne. El aire se me saldrá del pecho mientras en el corazón y en el hígado me retumba todo lo que quería olvidar. El pasado me arderá por última vez. No puedo irme sin recordar que ellos ganaron, que nosotros somos sus perros, sus esclavos, sus putas que sólo nos ponemos en cuatro patas como si fuéramos yeguas listas para ayuntarse. Sobrevivir quizá no fue la decisión correcta.
Al final del camino, de nada sirvió que yo fuera su lengua, que mi cuerpo siempre estuviera dispuesto y que todo lo hiciera para seguir viva. La muerte llega y nadie puede jalarle la rienda. El caballo en el que viene montada no reconoce la brida, sólo puede sentir las espuelas del Siriquiflaco clavándose en sus ijares. Mi destino no fue el mismo que tuvieron los aliados de los teules y algunos de los antiguos nobles: ellos ganaron tierras y yo, aunque tuve algunas, seguí siendo una esclava.
Yo no soy como la hija de Montezuma que, después de que fue penetrada por don Hernando, se pavonea entre los blancos para atraerlos con el olor del oro y las negras manchas de la plata. A estas alturas, aunque mi hombre cargue el pendón el día de san Hipólito para celebrar la derrota de los mexicas, yo sólo vuelvo a ser la que siempre fui: una india a medias que sólo espera la muerte.
El que no tiene carne está ahí, pero ninguno de los que viven en la casa puede sentir cómo su piel se transforma en el cuero de un guajolote desplumado. Sus nucas no han sido tocadas por la respiración carroñera, los vellos de sus brazos jamás se han erizado y la luz de sus ojos aún no se opaca por las tinieblas y las nubes que se quedan atrapadas en las pupilas. Si ellos pudieran mirarse en el reflejo de la plata encarcelada, sus rostros no se verían empañados y el Huesudo no se dibujaría bajo su piel adelgazada por los hechizos que carcomen las tripas. La ojeriza, la sombra perdida y el espanto no les roen la carne.
A nadie le importa lo que me pasa. Los criados siguen con sus vidas como si nada ocurriera. Según ellos, lo mío sólo es un mal pasajero, un anuncio de los achaques que se adueñarán de mi cuerpo cuando mi cabellera esté blanca. Cuando la sirvienta me trajo el atole que dolía en los dientes de tan dulce, no pudo darse cuenta de que la Chifosca había llegado. Por más que quisiera ocultarlo, tenía prisa, sus ojos no estaban dispuestos a descubrir lo que apenas puede mirarse.
Esa mujer, que es más india que yo, sólo quería largarse para apaciguar sus humedades con el mozo que limpia la cuadra. Lo único que le importa es parir un bastardo con la sangre desleída y el color quebrado. Ahora todas son la que yo fui: unas nalgas agitadas y hambrientas, unas nalgas que a unas pocas les permiten mantenerse vivas mientras la enfermedad y las pústulas que llegaron con los teules asesinan a los que sobrevivieron a la guerra. Pero ellas, por más que se revuelquen y se llenen de bastardos, no saben que nuestro mundo está muerto. Lo poco que queda de él se irá con mi aliento.
Yo soy la única que sabe que ésta es mi última noche. La lengua de navaja del Dios Huesudo recorre sus dientes que no conocen la suavidad de los labios. Sobre ellos rechina su filo implacable. Sus ojos vacíos están clavados en mi rostro y sus orejeras de cráneos suenan entre las sombras. El opaco ulular del tecolote anunció su presencia sin que nadie tuviera que leer mi futuro en los granos de maíz que se arrojan al agua para descubrir los caminos trazados por los dioses, tampoco hizo falta que las codornices se detuvieran en la puerta de la casa y caminaran hacia el lugar marcado por el cuchillo de los sacrificios y el frío que le arranca la carne al cuerpo.
Yo supe que la muerte había llegado cuando el metate se quebró sin que nadie lo golpeara, y eso se confirmó cuando soñé con un gigante sin cabeza y el pecho rajado. Frente a él no pude hacer nada, mi valentía se hizo agua en el momento en que le miré las entrañas. Sus tripas palpitaban y se movían como serpientes. Yo sólo pude quedarme engarrotada mientras él avanzaba hacia mí dando los pasos que desgajaban los cerros para dejar salir la lumbre que nunca se apaga, esas llamas –en una de las veces que se acabó el mundo– fueron las que convirtieron a los primeros hombres en los guajolotes que tienen las plumas chamuscadas. El corazón del gigante estaba prieto y se retorcía para desafiarme. No pude arrancárselo, aunque hubiera tenido un cuchillo no habría podido encajárselo. Lo mejor era rendirme, dejarme ir sin dar mordidas ni arañazos.