Opinión
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El caso de Scooby-Doo
H

oy quiero dedicar mi columna a Scooby y Shaggy, esos dos queridos cobardes que resolvían crímenes a diario, con toda su pandilla de amigos. Cierto que en el mundo ocurren cosas muchos más importantes –atrocidades, hambrunas, falsificaciones, sofismas, autoritarismos, desapariciones, informes y migraciones todo eso y mucho más–, pero el entretenimiento también importa y merece un buen lugar, porque los que tenemos la fortuna de estar vivos y sanos, pasamos por muchos estados emocionales, y uno de ellos es el aburrimiento.

Es verdad que a todos nos falta tiempo, y que si preguntas, nadie dice que le sobre, pero la verdad es que el tiempo también sobra, y eso no tiene nada de vergonzoso. Está en nuestra naturaleza. De hecho, cuando los antropólogos empezaron a estudiar a las sociedades de cazadores y recolectores en detalle, uno de los primeros mitos en derrumbarse fue el del hambre como motor de toda la acción humana. Resultó, al contrario, que los cazadores y recolectores tenían muchísimas horas libres cada día, y que no se la pasaban buscando comida desesperadamente. Tanto así que, en los años 60, el antropólogo Marshall Sahlins calificó a las sociedades de cazadores y recolectores como la primera sociedad de superabundancia ( the first affluent society).

Incluso las sociedades industriales, con toda la explotación laboral que las caracteriza, siempre tienen también tiempos muertos. Las horas que pasan los trabajadores sentados en el trasporte público y los días no laborables, por ejemplo. Y fue justamente en ese contexto, en las sociedades industriales, que el entretenimiento también se convirtió en industria: una industria de masas y para las masas. Y el invento fue tan exitoso que, ya para los años 70, nuestro Carlos Monsiváis sentenció que en México no había rico que no tuviera una colección de arte precolombina, ni pobre al que le faltara una televisión. O sea que el entretenimiento importa, y a las mayorías suele importarles bastante más que la política, y muchas veces tienen toda la razón. Por payasos que sean, ¿quién no votaría mejor por Don Francisco que por alguno de nuestros diputados?

En resumen: Scooby y Shaggy tienen su valor. Y lo recalco, no sólo por el cariño que les tuve cuando los veía en la tele, sino por lo que significan como trabajo creativo; tanto, que estuve listo a echar mano de las armas de mi profesión para defenderlos.

Está bien!, me dirán (quizás). “ Shaggy y Scooby importan” (o sea: calma, y por favor no nos cites a ninguna otra autoridad) Pero ¿a qué vienen a cuento?

Lo que me pasa es que acabo de leer en el New York Times que ha muerto Joe Ruby, el creador de las caricaturas de Scooby-Doo, y una noticia así no debe pasar sin comentario. Si nuestros periódicos publican la muerte de casi cualquier político, ¿acaso el señor Ruby no merece una mención? ¿No habrá entre mis lectores quien recuerde a Scooby-Doo con más cariño que, digamos, a José López Portillo (por poner sólo un ejemplo)?

Hay, más allá de la rememoración, algunos detalles del caso que vienen a cuento en nuestra sociedad, pues Scooby-Doo es la serie televisiva que ha generado mayor número de subproductos en la historia de esa industria: hubo cómics de Scooby-Doo, videojuegos, camisetas, muñequitos de plástico, películas y un largo etcétera. Además, ganó el récord Guiness en la categoría de la caricatura con mayor número de episodios (desbancando incluso a Los Simpson). Aun así, los dos creadores del programa, Joe Ruby y Ken Spears, no se hicieron multimillonarios.

Cuando Ruby y Spears desarrollaron sus famosos personajes, a los caricaturistas se contrataban a sueldo, y no les daban ni el crédito personal ni las regalías que merecían: todos conocemos el nombre de Scooby-Do, pero yo, al menos, no había escuchado el de Joe Ruby hasta que leí su necrología. Tampoco sé quién inventó Bugs Bunny, ni recuerdo el nombre del escritor de los guiones de Don Gato, El Correcaminos, o La Pantera Rosa, ni de prácticamente ninguna otra de las caricaturas que iluminaron mi infancia.

En parte, este olvido es natural: uno recuerda las ficciones, y no a sus autores, y está bien. Pero también hay otra cosa en este olvido, algo menos saludable, que es la larga tradición de explotar a los artistas, y aprovechar su talento y su trabajo, pagándoles siempre lo menos posible, muy independientemente de la riqueza que generan. A Mozart lo enterraron en una fosa de tercera clase, pero su música envolvió a Viena para siempre. A los artistas los han explotado despiadadamente, esa es la verdad. Y por eso fue que trascendió el movimiento liderado por Charles Chaplin: la creación de un estudio de los propios artistas (United Artists). Por eso también ha sido tan importante la existencia del gremio de los escritores en Hollywood, y las agencias y los abogados de los artistas, abocados a defender sus derechos, sus regalías y contratos.

En México, sin embargo, la explotación de los artistas es un tema que se ha tocado muy poco. Las televisoras han sido prácticamente monopolios verticales –grandes explotadoras de actores, guionistas y directores. El Estado, que tuvo –hasta ahora, al menos– un papel notable de mecenas de las artes, ha tendido a imaginar su relación con los artistas como si se tratara de una gracia, como si el subsidio público fuera una dádiva entregada a una clase de menesterosos. Como si el Estado fuera un generoso señor, y el artista un bueno para nada. Mientras que, en realidad, ¿qué es México sin sus creadores?

Los creadores han generado mucha más riqueza que la gran mayoría de los políticos. El turismo viaja desde lejos para conocer sus creaciones. Los niños del mundo ven sus caricaturas y los anunciantes montan su publicidad sobre los hombros de los artistas. La muerte de Joe Ruby, creador de Scooby-Doo, bien puede servir para preguntarnos si no es tiempo de que el Estado y la industria reconozcan monetaria y publicitariamente a los artistas que todos los días crean la riqueza que nos rodea.