os datos oficiales del Centro Nacional de Control de Energía (Cenace) y del Monitor Independiente del Mercado Eléctrico de México (ESTA International) para 2019 indican una energía eléctrica inyectada a las Redes Nacionales de Transmisión y Generales de Distribución de casi 323 Teravatios hora (TWh), casi 323 mil millones de kilovatios hora (kWh).
En 2018 la energía inyectada fue de 313 TWh. Así, en 2019 creció casi 10 TWh, es decir, poco más de 3 por ciento, pero –sorprendentemente– a este crecimiento eléctrico no correspondió un crecimiento económico. Los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) muestran que en 2019 el producto interno bruto (PIB) alcanzó un monto –en pesos constantes del año 2013– de 18 billones 473 mil 600 millones de pesos. Comparado con el PIB del año 2018 –de 18 billones 528 mil 700 millones de pesos también del 2013– disminuyó 0.3 por ciento. ¿Cómo explicar, entonces, que pese al descenso de la economía –leve, pero real– la energía eléctrica necesaria en el país subió?
Se elevó la intensidad eléctrica, dicen los especialistas. Creció el numerador del volumen anual de electricidad consumida y bajó el denominador del volumen de PIB. En 2019, esta relación resultó ser de 17.5 kWh de energía eléctrica inyectada en las redes por cada mil pesos de 2013 de PIB. A primera vista, por cierto, fue un mal indicador
respecto del registrado en años anteriores. En 2018, por ejemplo, sólo se ocuparon 16.9 kWh por cada mil pesos de 2013 de PIB. Y reitero, a primera vista, porque las condiciones climáticas anuales pueden mover
de manera muy significativa este indicador, máxime cuando el consumo de hogares y vivienda representa la tercera parte de la energía inyectada a las redes.
Además de la energía que demandan industrias, comercios, servicios públicos de alumbrado y de bombeo de aguas potables y aguas negras, bombeo de aguas para riego agrícola, para generar y distribuir riqueza (el llamado tradicionalmente consumo productivo), el total incluye la electricidad requerida para la vida de las personas y sus familias (llamado antes consumo improductivo). ¿Cuál? Pues la necesaria para los servicios de iluminación, de preparación y cocción de alimentos, de calentamiento de agua, de refrigeración y conservación de alimentos, de aire acondicionado o calefacción del ambiente, de operación de aparatos de uso básico, de entretenimiento y, ahora más que nunca, de equipos electrónicos de estudio y de trabajo en los hogares. Un consumo al que, por cierto, ya no podremos calificar de improductivo, cuando una parte importante de las actividades productivas ya se realiza en casa.
En 2020 este consumo doméstico se ha incrementado casi 10 por ciento en promedio, aunque en zonas cálidas ha llegado a 30 por ciento. Sólo esto significa incremento de no menos de 3 por ciento en la intensidad eléctrica. A éste habría que añadir también el incremento derivado de la baja utilización de equipos y maquinaria productiva, muy inferior no sólo de sus estándares habituales, sino de sus óptimos técnicos. Si estas realidades la enfrentamos al nivel de la energía eléctrica inyectada a las redes hasta los primeros días de septiembre, es posible pensar en un descenso del PIB muy cercano 10 por ciento. Tremendo por su impacto social. En empleo y remuneraciones, sobre todo. De veras.