ranscurridos 12 días desde las elecciones presidenciales en Estados Unidos, el mandatario saliente, Donald Trump, sigue reacio a aceptar que perdió la carrera por permanecer otros cuatro años en la Casa Blanca, así como firme en su empeño de entorpecer la transferencia de poder que tendrá lugar el próximo 20 de enero.
El fracaso del magnate en su búsqueda de la relección se hizo más claro el viernes, cuando se declaró a los ganadores en los tres estados pendientes: Georgia y Arizona, tradicionales bastiones republicanos, se inclinaron por Joe Biden; mientras que Trump logró retener Carolina del Norte, con lo que el demócrata reforzó su margen de victoria y se adjudicó 306 votos electorales, 36 más de los que requiere para ser nombrado presidente por el Colegio Electoral que se reunirá el 14 de diciembre.
Pese a estas noticias adversas, el presidente no ha cejado en sus maniobras para retrasar la certificación de los resultados en las entidades clave, para lo cual ha dispuesto de un verdadero ejército –como él mismo lo llamó– de 8 mil 500 abogados. Además de la estrategia jurídica, ha azuzado a su fiel base de simpatizantes y reforzado los llamamientos al cierre de filas en torno a su figura, lo cual ya le funcionó cuando la mayoría republicana en el Senado le permitió salir indemne de un juicio político en el cual su culpabilidad era manifiesta e inocultable. Por ello, el respaldo de copartidarios tan relevantes como el líder de la mayoría en la Cámara Alta, Mitch McConnell, es central en su designio de rechazar la voluntad popular expresada en los 5 millones votos de diferencia obtenidos por Biden. De nueva cuenta, la lealtad de sus correligionarios es clave en el saldo de estos lances, ya que las disputas en torno a los comicios se dirimen en última instancia en la Corte Suprema, donde los republicanos cuentan con una mayoría de seis a tres, y donde Trump instaló a tres personajes sin más mérito que el serle incondicionales.
Es evidente que se encuentra en marcha una estrategia para reducir al mínimo posible el margen de acción de su sucesor. Así lo indican, por ejemplo, el cese del secretario de Defensa, Mark Esper, y la instalación en puestos clave del aparato de seguridad de personajes afines a Trump. En esta misma lógica se encontraría la gira del secretario de Estado, Mike Pompeo, por siete países que ya reconocieron el triunfo de Biden, durante la cual se propone traspasar líneas tan delicadas de la política exterior como visitar los asentamientos ilegales de Israel en los territorios palestinos de Cisjordania.
Incluso, si finalmente Trump acepta su derrota y participa en una entrega de la Oficina Oval tan tersa como pueda esperarse de él, habrá causado un grave daño a las instituciones de su nación y a la proyección de su país en el exterior. El extremo grado de polarización al que ha llevado a la sociedad; el rompimiento de los pactos no escritos del sistema político; la naturalización de grupos neofascistas armados en actos de apoyo a un presidente; el desdibujamiento total de la diferencia entre la verdad y la propaganda, o el rechazo sin fundamentos de los resultados electorales –en una nación que se ostenta como poseedora de un modelo democrático digno de ser exportado a otras latitudes– son sólo algunas de las fracturas legadas por cuatro años de trumpismo. Cerrarlas será una tarea primordial de los movimientos sociales que surgieron o se vigorizaron en respuesta a la política de odio de Trump, y que deben acreditarse como los artífices clave de su derrota.