l Covid-19 nos ha humanizado en muchos aspectos: tenemos la visión de una humanidad global que puede sufrir el mismo flagelo al mismo tiempo; también nos ha mostrado cómo se vivía en el pasado bajo la amenaza de las pestes. Con toda razón, nuestros ancestros las veían como castigo divino por nuestro mal comportamiento. Hoy, a pesar de que éste es peor que nunca, nadie se ha atrevido a pensar que el Covid es un castigo de Dios. No conozco un solo clamor religioso a favor de la oración por la corrección de las costumbres como formas de atajar esta peste.

Mario Vargas Llosa pronosticó a principios de la pandemia que llegaría la solución cuando los científicos encontraran una vacuna. Tenía razón, pero la fórmula ha tardado lo suficiente para que muera un millón 400 mil habitantes del mundo, y también para que se contagien 52.2 millones de individuos.

Nuestro país es de los más castigados, pero creo que estuvo bien que no se intentaran medidas represivas para frenar el riesgo epidemiológico.

Hoy vemos la luz al final del túnel. Sentimos que la pesadilla puede terminar en unos meses. Ya hay vacunas y, con cierta cautela, se van a poder aplicar pronto. Hay varios cálculos, los más optimistas para el caso de México son que al principio del año próximo podrían empezar a inocular el fármaco a los grupos más vulnerables.

Es interesante pensar en los efectos que esta peste ha tenido sobre la humanidad: los económicos serán calculados por las estadísticas pero, ¿cómo saber los daños en nuestra mente? Por lo menos la mitad de la población está desesperada y hasta 70 por ciento no cree que la solución venga pronto.

Los científicos y los equipos sanitarios tienen hoy muchos más conocimientos y recursos de los que tenían en la primavera de 2020 cuando comenzó la pandemia. Por lo menos hay 155 proyectos de vacunas generados en las más diversas latitudes.

Los laboratorios de China, Rusia, Alemania y Estados Unidos están madurando inmunológicos que podrán ser aplicados dentro de algunos meses y que van a controlar al máximo la calamidad. Por lo menos eso pensamos los optimistas.

Colaboró: Meredith González