ras 20 días de la jornada electoral del 3 de noviembre y más de dos semanas después de que Joe Biden reuniera los votos del Colegio Electoral necesarios para ganar los comicios, el presidente Donald Trump instruyó el lunes a la Administración General de Servicios (GSA, por su sigla en inglés) que diera los pasos necesarios para proceder con la transición. Con esto, el equipo del demócrata podrá acceder a fondos federales, así como a información de seguridad nacional, de inteligencia y referente al manejo de la pandemia de Covid-19.
Sin embargo, al mismo tiempo que dio inicio formal al traspaso de poder, el magnate insistió en su negativa de reconocer su derrota en las urnas y aseguró que nuestro caso continúa firmemente, mantendremos la buena lucha (por revertir los resultados electorales) y creo que prevaleceremos
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El anuncio refleja el grave desgaste del gabinete, del multitudinario equipo jurídico contratado a expensas de las arcas públicas para obtener en tribunales lo que no concedieron los ciudadanos, y el mismo Trump, ante una prolongada serie de reveses judiciales. La certificación de los resultados en Michigan el lunes, y la perspectiva de que Pensilvania certificara los suyos ayer –como en efecto ocurrió– cerraron toda posibilidad de revertir la derrota y obligaron a pasar a una nueva fase en los esfuerzos del mandatario para descarrilar el proceso electoral. Asimismo, el reconocimiento del ex vicepresidente como ganador aparente
muestra la cada día mayor presión dentro del Partido Republicano para que su líder abandone una estrategia tan ruinosa como impresentable.
El lunes, más de 160 dirigentes empresariales exigieron en una carta abierta a la titular de la GSA, Emily Murphy, que reconociera el triunfo de Biden, mientras un centenar de ex funcionarios republicanos de seguridad nacional e inteligencia denunciaron que la negativa de Trump a aceptar su derrota y permitir una transición pacífica y ordenada constituye un asalto antidemocrático a la integridad de la elección presidencial
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La combinación de los factores anteriores supuso un costo político que ya excedía cualquier beneficio que pudiera reportarle al magnate el empecinamiento en sostener el disparate de su triunfo. Con todo, es un hecho que las tres semanas de resistencia ante la realidad fortalecieron la imagen de hombre duro e inflexible que resulta tan atractiva a sus seguidores y que, junto a los casi 74 millones de votos obtenidos (casi 10 millones más que en 2016), ha amasado un capital político temible que lo convierte en probable abanderado del sector más reaccionario, racista y resentido de la población estadunidense.
Para esta amplia franja de la ciudadanía no existe ninguna duda: su líder ganó los comicios y los resultados oficiales son producto de un colosal fraude urdido por los demócratas en connivencia con poderes comunistas
, cualquiera sea el significado que a ello le den Trump y sus seguidores.
Pase lo que pase en las próximas semanas, la irresponsabilidad extrema del mandatario saliente ya causó un severo deterioro a la credibilidad institucional de Estados Unidos, lo que obligará a Biden a lidiar no sólo con los grandes temas de su propia agenda, sino con sectores reacios a reconocer su victoria, dentro de los cuales hay grupos potencialmente violentos y desestabilizadores.
En suma, el veterano político demócrata tiene ante sí una tarea muy delicada de reconstrucción de la institucionalidad y la confianza, no sólo en territorio estadunidense, sino también en el frente exterior, donde Trump le entregará el caos resultante de cuatro años de destrucción del delicado equilibrio de alianzas.
En este ámbito, no es reconfortante para el resto del mundo, y en particular para América Latina, que incluso antes de tomar el mando de la superpotencia Biden haya reivindicado el liderazgo global que su país se ha arrogado en forma unilateral y arbitraria y que históricamente se ha traducido en las peores prácticas imperialistas y en enormes cuotas de sufrimiento para millones de personas en todo el mundo.