l resultado de la segunda vuelta de la elección presidencial realizada el domingo en Colombia sigue y seguirá siendo, por su relevancia histórica, motivo de comentarios, reflexiones y ponderaciones en ese país hermano, en Latinoamérica y en el mundo. Vale la pena esbozar algunos de los elementos y circunstancias en los que Gustavo Petro y Francia Márquez asumirán la presidencia y la vicepresidencia el próximo 7 de agosto.
Por principio de cuentas, la fórmula Petro-Márquez expresa la confluencia entre la izquierda electoral y los movimientos sociales –comunitarios, agrarios, urbanos, sindicales y estudiantiles, los activismos ambientalistas, de género y de derechos humanos– como un factor que habrá de dar respaldo inicial y base popular a un gobierno que tendrá ante sí un complicado panorama de poderes fácticos, violencia, descomposición social y una oligarquía que ha mantenido el país bajo su férula durante casi toda su historia, que no ha dudado en recurrir a la guerra sucia contra toda expresión que cuestionara su poder y que no parece dispuesta a ceder sus privilegios de buenas a primeras.
La confluencia referida tiene un antecedente preciso: la oleada de descontentos que estalló en 2019 y que prosiguió de manera intermitente en los dos años siguientes en forma de manifestaciones en las principales ciudades colombianas. Lejos de disiparse, esa insurgencia encontró un cauce de acción política en la candidatura del Pacto Histórico y devino en una insurgencia electoral que desde la primera vuelta de la elección presidencial, el pasado 29 de mayo, colocó a los candidatos progresistas a la cabeza de la votación y provocó así la descomposición del oficialismo, representado por Federico Gutiérrez, el cual hubo de dar su respaldo para el desempate a Rodolfo Hernández, un empresario filonazi exponente del autoritarismo más atroz.
Significativamente, el domingo Petro y Márquez lograron la victoria con el respaldo de la periferia del país: en las regiones del Caribe y del Pacífico, así como en buena parte de la Amazonia, el apoyo a los candidatos de la izquierda fue determinante, en tanto la derecha oligárquica y su impresentable candidato ganaron en la zona andina –centro de Colombia– y en la Orinoquia.
Es claro, por otra parte, que los insistentes exhortos de Petro por la reconciliación y la construcción de la paz –esgrimidos a última hora en forma demagógica e inverosímil por las candidaturas de la derecha– resultan ineludibles para una sociedad que, independientemente de sus distintas preferencias políticas, ha sido golpeada durante décadas por violencias de distinto signo. Esta convicción del ahora presidente electo y de su compañera de fórmula no sólo resultan procedentes, sino ineludibles en la Colombia actual, al igual que el programa de justicia social y de establecimiento de derechos humanos y sociales efectivos.
Finalmente, la llegada de Petro al Palacio de Nariño resulta positiva y alentadora en el entorno regional, en el cual los gobiernos oligárquicos colombianos llevaron la hostilidad hacia la vecina Venezuela hasta un grado alarmante y peligroso, y cuando los gobiernos progresistas empiezan a retomar los programas soberanistas, integracionistas y con sentido popular tras un ciclo corto de intentos de restauración neoliberal que se han visto condenados al fracaso, como en Argentina y Bolivia.