a medianoche del martes pasado debió expirar el Título 42, una política impuesta en 2020 por el ex presidente Donald Trump a fin de expulsar a quienes ingresan de manera irregular a territorio estadunidense sin tramitar sus solicitudes de asilo, con lo cual se viola el derecho internacional y las propias leyes de esa nación. Sin embargo, horas antes de que terminase la vigencia de dicha disposición, la Suprema Corte ordenó prolongarla al menos hasta después de Navidad
, con lo cual se desató una situación alarmante en la zona fronteriza con nuestro país.
Decenas de miles de migrantes se encontraban apostados en ciudades mexicanas colindantes con Estados Unidos, pernoctando en albergues saturados, en refugios improvisados e incluso en las calles y en la ribera del río Bravo, a la espera de que venciera el Título 42 y fuera posible (según creían) ingresar legalmente y pedir refugio. El mazazo propinado por el Poder Judicial a instancias de 19 gobernadores republicanos dejó varados en la frontera a grupos conformados principalmente por venezolanos, haitianos y salvadoreños, quienes carecen de recursos para sostenerse y encaran heladas que ya bajan de cero grados Celsius.
Es desconsolador constatar que, a casi dos años de haber comenzado, la administración de Joe Biden no ha logrado cumplir ninguna de sus promesas en materia migratoria y que, por el contrario, el problema se agrava a cada momento, mientras más personas buscan un lugar en la sociedad estadunidense para escapar de la violencia o la falta de oportunidades en sus lugares de origen, y ven cómo se les cierran las puertas sin al menos revisar sus casos. Las esperanzas depositadas por millones de migrantes en ese gobierno se desvanecen con la cercanía del siguiente ciclo electoral y el fortalecimiento de la tendencia a usar el tema migratorio como un arma arrojadiza en la propaganda electorera, dirigida por los republicanos a explotar las pulsiones xenófobas y racistas de buena parte de sus bases, y tibiamente contrarrestada por el bando demócrata por temor a enajenarse al electorado indeciso.
Ante la falta de perspectivas de una solución de fondo de la crisis migratoria a causa del impasse político en Washington, a México únicamente le queda apretar el paso en dos direcciones. En primer lugar, deben reforzarse los programas sociales y los proyectos de desarrollo que permitan arraigar a la población mexicana eliminando o al menos atenuando los factores que la impulsan a migrar. En segunda instancia, con medidas que humanicen y hagan tan extensiva como sea posible la protección a los nacionales y extranjeros en tránsito hacia el norte.
En esta perspectiva, Estados Unidos tendría al menos que hacer una contribución sustancial al esfuerzo desplegado por México para detener la migración centroamericana en sus causas a través de programas sociales de amplio alcance. No se trata de apelar a la caridad ni a actos de buena voluntad, sino a la responsabilidad de Washington en la tragedia humanitaria en curso: no puede ignorarse que el éxodo venezolano es efecto directo del embargo ilegal con que la superpotencia y sus aliados desquician la economía en su afán de derribar al gobierno bolivariano e instalar un régimen títere en Caracas, pretensión que ha incluido maniobras como la entrega de activos venezolanos en el extranjero a la camarilla del autoproclamado presidente Juan Guaidó. Asimismo, el deterioro de las condiciones de vida en Haití y El Salvador tiene un vínculo causal con la dilatada historia de intervenciones estadunidenses, desestabilización y apoyo a grupos que medran con los recursos públicos.
No hay salidas fáciles a una crisis migratoria en la que 4 millones de personas quieren ingresar a un país, pero está claro que generar circunstancias insoportables en naciones empobrecidas y luego negar la entrada a quienes huyen de ellas, como hace Washington, son acciones tan inhumanas como hipócritas.