a tormenta ártica Elliot ha dejado saldos de desastre a su paso por el territorio de Estados Unidos. Hasta ayer por la noche, al menos medio centenar de personas habían perdido la vida en situaciones causadas por el meteoro, el cual impidió el funcionamiento de los servicios de rescate en diversas localidades, causó apagones que afectaron a millones de viviendas y paralizó buena parte del transporte aéreo y terrestre: a los más de 5 mil vuelos suspendidos se agregaron condiciones intransitables en calles y autopistas por la acumulación de nieve, que ha alcanzado más de un metro en diversas regiones, y los ruegos de autoridades a los automovilistas de que permanecieran en sus casas. En estados como Montana las temperaturas descendieron hasta 45 grados bajo cero y en la tropical Florida se registraron lecturas sin precedente de menos ocho grados centígrados.
Independientemente de los factores atmosféricos que causaron un fenómeno tan inusual como Elliot y de su relación con el cambio climático, es difícil recordar una situación meteorológica que haya impactado tanto y en forma tan extendida la vida de la sociedad estadunidense. Quizá los antecedentes más similares han sido la tormenta que se abatió sobre Texas en febrero del año pasado y que hizo descender de manera excepcional la temperatura, lo cual causó fallos catastróficos en la generación y distribución de energía y en el abasto de agua potable que afectaron a millones; otro precedente es el huracán Katrina, que devastó las costas estadunidenses del Golfo de México, provocó casi 2 mil muertos y afectó con particular gravedad a Luisiana y a la ciudad de Nueva Orleans, que se vio inundada en 80 por ciento de sus áreas urbanas. Pero ninguno de esos desastres impactó en una zona tan extensa como la tormenta navideña actual.
Lo cierto es que, como en una película de desastres, género tan exitoso entre el público de Estados Unidos, Elliot ha dejado al descubierto la fragilidad del modelo civilizatorio que con tanto empeño ha sido promovido desde esa nación. Aspiraciones como la del suministro ilimitado de energía, un automóvil para cada persona, un aeropuerto en cada pueblo y el ejercicio de hábitos de consumo sin más limitación que la del tope máximo de la línea de crédito, se ven reducidas al absurdo por los efectos de una tormenta invernal, en tanto que se derrumban las certezas aportadas por la electricidad, la gasolina y el asfalto.
Un hecho esclarecedor es que el día de Navidad, mientras en Estados Unidos muchos se helaban o quedaban atrapados en sus casas y sus vehículos, en Filipinas 46 mil personas tuvieron que evacuar sus casas por inundaciones causadas por intensas lluvias que dejaron, además, 11 muertos y 19 desaparecidos; pero en el archipiélago filipino los monzones suelen causar desastres parecidos con alguna frecuencia, y los medios internacionales no le dieron mucha importancia a lo sucedido allí en estos días.
Es sin duda lamentable el sufrimiento de poblaciones enteras –estadunidenses, filipinas y de cualquier otro país– por causa de fenómenos naturales relacionados o no con el calentamiento global y el cambio climático. Cabe esperar que las emergencias sean superadas a la brevedad y sin más daños humanos y materiales, y que los gobiernos respectivos auxilien a las víctimas en forma expedita, eficiente e integral. Y es deseable también que la sociedad del vecino país del norte cobre conciencia de que no está mejor protegida que la gente de otras naciones ante la furia de las fuerzas naturales y que su propuesta de civilización no es superior ni menos vulnerable que otras.